Fina estampa
Dos imágenes del mismo Carnaval en el que el mítico Batato Barea se dio el gusto de desfilar con la comparsa de travestis de la que deseaba ser parte.
Por Klaudia con K
Los organizadores del Carnaval del Club de Villa Urquiza se enojaron porque mientras iban cantando B. junto a Urdapilleta, se sacaban las pelucas para escandalizar a las otras desfilantes tan armadas de spray y purpurinas. Los directores de la murga decidieron que no podían salir porque acaparaban demasiado y muy grotescamente la atención. Los otros travestis eran casi veinte y se espiaban todos entre sí. Se quejaban por esas rotosas y absurdas con la boca mal pintada y sin rímel. Esa falsa copia de las antiguas vedettes. También estaba Brunilda Bayer con tacones tan altos que no sé cómo no se quebraban y una pelucona blanca. También se mataba de risa de todas las caretas. Y estaba la Jorgelina Zubeldía, que parecía una dama y se notaba que tenía cancha, pero más para mannequin. Cuando B. me vio, dijo: “Pareces Isabel Sarli”. Pero las otras, al verlas tan zaparrastrosas, murmuraban: “¿Y esto qué es, de dónde salieron?”. Ellas iban tan producidas, y además “las nuevas” ni siquiera usaban plumas, lentejuelas, nada de eso. A Urdapilleta de entrada no lo dejaron desfilar, pero B. convenció a los jefes de la murga diciendo que era una caricata, es decir, un personaje copiado de Luisina Brando, que además era su prima, mientras mostraba algo en la agenda. Los tipos se la creyeron.
Igual, entre tanto travesti careta, había una que decía: “A pesar de no tener nada como nosotras, son divertidísimas”. No paraba de espiarnos con sus ojos de araña enjaulada de strass pegado con la gotita, a escondidas, como para que nadie supiera su secreto. También desfilaba la famosísima Héctor de Villa Adelina. Realmente parecía una señora disfrazada de travesti, se notaba que era peinador por su batido negro altísimo. B. llevaba apenas una tanga e infinidad de pulseras y cadenas, pero la tanga era en realidad un slip negro y eso no hacía más que alertar a las otras que se preocupaban y aconsejaban: “Mañana ponete una bombachita”.
La Pochocha
Nos conocimos en la murga “Los Viciosos de Almagro”. Muchas cosas coincidieron para las dos. Ella y yo nunca habíamos salido a desfilar en ninguna comparsa. Hasta entonces no nos habíamos vestido jamás de mujer, pero alguien me dijo: “Vamos, es Carnaval, vení a divertirte un rato y a bailar hasta el amanecer”. Me invitó una mariquita del barrio. No sabía qué ponerme, ella me prestó todo. Y así, a lo Liza Minnelli, me encontré en el ómnibus que nos paseaba de corso en corso, con una persona maravillosa, el propio B.
Al cabo de un rato de charla descubrí que éramos vecinas (...) Nos encontramos en una casilla de madera donde se cambiaban todas las chicas. La vi salir tan exótica, con una cascada de collares multicolores y apenas el pequeño taparrabos negro. Usaba mucha bijouterie porque todavía no se había hecho las tetas. Mientras desfilábamos, ella de pronto dibujaba en el aire unas contorsiones increíbles. Todo el mundo la ovacionaba. Llamaba mucho la atención, más que las superemplumadas y requeteproducidas.
Del libro Te lo juro por Batato, de Fernando Noy, Libros del Rojas.
Corso a contramano
Por definición, el Carnaval tiene la fuerza subversiva de ser el rito pagano que habilita al goce y a la expresión desbordada. A ser lo que siempre se quiso o andar de visita en otro personaje sólo para ver de qué se trata. En ese aquelarre de cuerpos, plumas, calor y agua hay un espacio ideal para la visibilidad y la provocación, aunque a veces también para la violencia. Juancho Martínez, fundador de una murga de travestis pionera de Gualeguaychú, repasa la historia que lo llevó desde el desafío a la prohibición de la dictadura de Onganía hasta la consagración como Reina Mama en los corsos de Entre Ríos.
Por Diego Trerotola
¿Murgas eran las de antes?
Defendidas como alma y cuerpo del Carnaval vernáculo, las murgas porteñas siempre se representan de manera romántica como la supervivencia de milenarios rituales genuinamente populares del Rey Momo, como la utopía de la conjura de las impuestas jerarquías sociales que describió Bajtín en su estudio del grotesco en Rabelais, elogiando las fuerzas subversivas del Carnaval medieval con la inversión como estrategia que transforma al rey en bufón y viceversa. Ese gesto murguero, popular, es venerado como el espíritu triunfal de la mascarada como resistencia política en la modernidad burguesa. Y ahí mismo donde aparece la apología de las murgas locales, también flota el recuerdo del escritor argentino Pedro Orgambide, que en 1968, en la antología colectiva Carnaval, carnaval, dedica un cuento a la épica de una murga que atraviesa Buenos Aires como si, alegoría mediante, atravesase la historia del país. Promediando el cuento, cuando el director de la murga hace una impasse con su grupo, se lee: “Esos eran Carnavales, no los de ahora. El director (lo llamaban Jefe) llevó a los suyos más allá de Palermo. Y allí siguió la fiesta, pero ahora con cantos, vino, mujeres, carne, todo a lo grande, a lo criollo. Se bailó mucho, entre asadores humeantes, mientras los chicos jugaban a la pelota con las vejigas hinchadas de aire que traían de los mataderos. Algún cajetilla (nunca faltan críticos cuando un pobre se divierte) frunció el ceño ante el espectáculo. ‘Paciencia —dijo el Jefe—, él se la buscó’. En broma, como quien no quiere la cosa, le bajaron los pantalones y le escupieron allá donde usted sabe, y lo patearon un buen rato y lo dejaron tumbado en una zanja, por marica y por jetón. El baile siguió y, según dicen, los tambores se oyeron en toda la ciudad”. Evidente reescritura de la escena de violación de El matadero de Esteban Echeverría, con la palabra “cajetilla” para identificar al enemigo usada como link con ese texto fundante de la literatura argentina, es claro que este párrafo tiene una mirada revolucionaria sobre las clases, pero un poco más allá comienza el problema. Porque la revolución parece terminar donde empiezan el género y la orientación sexual; y ahí están las “mujeres” como un objeto más para diversión de la murga; y ahí está la “marica” liquidada a palos para que siga, siga, siga el baile al compás del tamborín patriarcal. Y así, en este Carnaval doloroso, la murga no es inversión sino multiplicación del machismo y de la heteronorma cotidiana, estandarizada, asimilada. La escena encierra visos y vicios de la izquierda revolucionaria de aquella época que, por momentos, se parecía demasiado al Onganía que reprimía con su ley marcial, cortándoles el pelo a hippies, putos y trans, persiguiendo a mujeres que usaran pantalones; toda revolución indumentaria, toda relación dinámica y no conservadora entre los géneros era reprimida debidamente, transformando a las comisarías en salones de belleza reaccionaria. El mismo año que el texto paródico de Orgambide se imprimía como malestar sexista en la cultura carnavalesca, lejos física e ideológicamente de Palermo y de la conducta cajetilla, una murga encabezada por Juancho Martínez en Gualeguaychú imprimirá por fin el revés de la trama.
Reina Mama
“La murga ‘La Barra Divertida’ fue la revolución en aquel momento porque aparecíamos Tomás, Pablo, Claudio y yo vestidos de mujer sin careta, sin antifaz, solamente con maquillaje. Los militares en aquella época habían prohibido máscaras y antifaces, no se podía tapar el rostro, había que sacar un permiso policial diciendo de qué estabas disfrazado, y te aceptaban o no. Y dijimos no, no sacamos ningún permiso, nos maquillamos y salimos a cara descubierta. Cuando salimos de acá les dije a mis compañeros que no sabía si mañana íbamos a volver”, recuerda Juancho Martínez, desde ese “acá” que sigue siendo el mismo lugar de hace más de cuarenta años, su casa-taller en una esquina del laberinto de casas bajas del centro de la ciudad de Gualeguaychú, alejada varias cuadras de la avenida comercial y su ajetreo perenne. No hay nostalgia ni tono épico en la evocación de Juancho, más bien narra neutro, casi perplejo, como quien repite algo que le pasó a un desconocido. En ese verano del onganiato, Juancho se había reinventado con ese mismo artefacto que ahora descansa por un momento mientras repasa su historial: una máquina de coser. O, mejor dicho, la máquina de coser más famosa de Gualeguaychú, porque cualquiera que pasa hoy por la casa de Juancho puede verla a través de su puerta abierta de par en par durante el día, con su taller de costura casi desbordado en la vereda como si fuera un reality barrial que expone al ojo voyeur el glamour cotidiano del corte y confección de trajes por encargo y vestuarios de murgas, comparsas, shows y ballets de acá y allá del país. “Y la policía no se animó a hacernos nada por la forma en que nos respaldó el público. No pecamos de obscenidad, ni nada, salimos con grandes trajes de María Antonieta, de reinas, de marquesas, dentro del tema de la murga. La policía nos miraba y nada más, aunque sabía que nosotros no habíamos sacado permiso. Y después empezábamos a salir todos los años, y todos lo años ganábamos”, agrega Juancho, que sabe que no fue el primero en salir travestido en un Carnaval, pero que sí su actitud implicaba un cambio de valores, ellos eran el verdadero corso a contramano. Porque la tradición del travestido en el Carnaval local, según Coco Romero en su libro La murga porteña, se remonta al tiempo del estreno en 1914 de la obra de teatro Los invertidos de José González Castillo, aunque la figura de la “Marica” (tal el nombre oficial del travestido en los Carnavales de mitad del siglo XX) se terminó imponiendo en los años siguientes sólo como parte del show de las murgas humorísticas que usaban el disfraz de mujer como caricatura paródica. “Antes salían vestidos de mujer en cómico, tipo mamarracho”, aclara Juancho, que sabía que la cuadrilla de la murga que encabezaba tenía otra sensibilidad, que en esa época no tenía nombre porque recién el ensayo revelador de Susan Sontag sobre lo camp iba a publicarse al año siguiente. Y va a ser Manuel Puig, aún más tarde, en 1971, reflexionando sobre su literatura pop latinoamericana, el que mejor traduzca a Sontag a la jerga local, y termine explicando sin querer la transgresión que implicaba el desplazamiento del travestido mamarracho a la reina amplificada que encarnaba Juancho. “El camp lleva ese mundo cursi a la caricatura para demostrar que es indestructible; la sátira, en cambio, ridiculiza lo que provoca molestia y, sin perdón, lo destruye”, sintetizaba Puig en una entrevista a Panorama y sus palabras eran del mismo talle que los miriñaques de siete metros de circunferencia que, al modo de unas exageradas Marías Antonietas mesopotámicas, Juancho Martínez y sus secuaces llevaron como armaduras en su cruzada barrial contra la homofobia. Mujeres al borde de un ataque de caricatura versallesca, esa murga entrerriana fue la inversión definitiva del Rey Momo, ahora travestido de Reina Mama para imponer su matriarcado, porque lo femenino en los cuerpos ya no era el objeto de burla sino un tatuaje inextinguible bajo la piel como marca de seducción y sensibilidad auténtica.
Plumas de la patria rosa
Como Juancho, en otros puntos del país también existieron esos gestos murgueros y, de alguna forma, ciertas manifestaciones carnavalescas fueron una forma de resistencia gay frente al recurrente giro a la derecha muchos años en la Argentina. Por ejemplo, en el Tigre, durante la era Onganía, se popularizó un Carnaval que en realidad era una fiesta gay y que convirtió al Delta en un lugar casi mítico durante la última dictadura. Ahí fue invitada la murga de Juancho, por supuesto. “Nosotros hacíamos viajes con ‘La Barra Divertida’, y nos contrataron de Tigre para un Carnaval. Viajamos allá, ganamos y nos iban a dar el primer premio en un escenario en el medio de una avenida. Entonces, el intendente de la ciudad, como era tradición, llamó a las chicas de la murga para condecorarlas y darles el trofeo; y pasaron nuestras compañeras, pero el intendente enseguida aclaró que ‘las chicas’ que tenían que pasar eran las de los vestidos grandes, que éramos nosotros. Creo que el intendente nos confundió completamente, o no tenía otro nombre para llamarnos”, recuerda otra vez Juancho, sobre tiempos donde la palabra gay ni figuraba como opción, y homosexual o travesti no eran cosas que se pudiesen vocear en un acto público oficial.Con el tiempo, las murgas barriales de Gualeguaychú donde se multiplicó la sensibilidad diversa de Juancho crecieron hasta transformarse en comparsas gigantes que fueron adoptadas por los clubes más importantes de la ciudad. Y durante más de seis años, Juancho dirigió “Papelitos”, una comparsa que tomó su nombre por los trajes de papel crepé de sus orígenes humildes como murga, y que hoy, apadrinada por el Club Juventud Unida, es una de las cinco sobrevivientes que desfilan en el espectáculo profesional que cada sábado de enero y febrero se ofrece en un corsódromo Hi Tech equipado para sostener ese evento fastuoso registrado como el “Carnaval del País”. Y el brillo que empezó allí donde unos miriñaques desafiaron la autoridad, ahora, en versión un poco cajetilla, conserva cierto aire de inversión rebelde: hombres y mujeres se calzan las plumas por igual, con taparrabos de lentejuelas idénticos, como si por un momento la vedette marica fuera propiedad de todos los cuerpos, sin ninguna distinción. La purpurina eclipsa la piel, la teatralidad camp avanza indestructible al ritmo de los parches.Tras muchos años sin desfilar, Juancho fue convocado en 2007 para interpretar a un personaje en la comparsa “Papelitos”, que cumplía 30 años. Y, claro, él se hizo su propio traje, ahora ya no de reina del miriñaque king size sino de fundador de la patria rosa. “Cuando yo salí de rosado, que hacía de Virrey del Río de la Plata, una locutora de Canal 13 me pregunta en un reportaje: ‘¿Qué van a decir en tu casa que salís todo de rosado?’. Y yo le respondí: ‘Que soy el virrey y que en esa época eran todos dudosos’.” Al chiste, tal vez algo homofóbico de la notera, se le responde con otro chiste, pero uno que reescribe la historia con las plumas de la teatralidad marica. Y hoy, hoy mismo, viernes 6 de febrero de 2009, Juancho escribe una nueva página en la historia plumífera del Carnaval: “Este año volvemos porque hay una murga que se llama ‘La Vieja Fantasía’ que rinde homenaje a ‘La Barra Divertida’ y nos pidieron que salgamos, hace años que nos vienen pidiendo, pero ahora nos entusiasmamos y vamos a salir los que quedamos”. Pero esta murga no es de las que brillan en el corsódromo sino que es una creación popular, independiente, que sale en ‘Matecito’, el corso barrial, callejero de Gualeguaychú, que se hace todos los viernes de febrero como evento paralelo (y que funciona, en parte, como parodia) al Carnaval oficial. Y no podía tener mejor nombre la murga que homenajea a Juancho, porque aún hoy palpita la fantasía libertaria de antaño de demoler el orden sexual establecido, de dilapidar las injustas jerarquías genéricas impuestas, que serán enfrentadas, una vez más, con un miriñaque colosal, que la máquina de coser de Juancho terminó de parir por estos días. Y volver a desfilar con honores no significa ir en una carroza, en esos tronos rodantes que elevan al murguero por sobre la gente. Si la utopía del Carnaval es también degradación de la autoridad, el rey y la reina tienen que ir al ras del piso, al mismo nivel que cualquier mascarita suelta, y eso lo sabe Juancho que tiene corazón de corso: “El escenario mío es la calle, ni siquiera una carroza, si me invitan a una carroza no voy. Cuando volví a salir en ‘Papelitos’ el director me dijo: ‘Salí donde quieras’. Y elegí la calle, taconeando en la calle”. Bueno, exactamente al ras del piso no, más bien arriba de varios centímetros de tacos que, usados de la manera correcta, pueden producir un eco, un traqueteo contra el pavimento, que tal vez sea más revolucionario, sensual, estridente y utópico que cualquier batucada.
Fuente: SOY
viernes 2 de febrero de 2009
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-596-2009-02-06.html
viernes 2 de febrero de 2009
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