miércoles, enero 20, 2010

Borges, Bioy y los viejos tangos


Por Jorge H. Andrés


Gracias a que mientras leía las pruebas de Borges, de Adolfo Bioy Casares, para su ensayo en el suplemento Cultura de LA NACION del último domingo de septiembre, Edgardo Cozarinsky se tomó el trabajo de señalar todas las menciones a la música popular y sus intérpretes que allí se hacen, estas líneas pueden aparecer apenas publicado el libro, porque hubiera llevado mucho más tiempo rastrear esas referencias escasas, breves y muy dispersas en más de mil seiscientas páginas de un volumen que trae índice onomástico, pero no incluye a todos los citados ni indica en qué lugar aparecen.
A solas, o en compañía de Manuel Peyrou, el único a quien parecían considerar digno de intercambiar opiniones sobre viejos tangos, Borges y Bioy escuchaban de manera casi ritual música del género popular -no se mencionan en el libro sinfonías, óperas ni canto de cámara-, y repetían la placa varias veces en reproductores de discos de pasta, aun en años en que esos aparatos habían pasado a la historia.
* * *
Como en tantas otras cuestiones, en materia de música los unía un gran odio y se juntaban para estimularlo: Carlos Gardel -"un poco banal y muy trivial" (Bioy), "es un ciclista que se aleja rápidamente, saludando con la mano" (Borges)-, pero también coincidían en la fascinación de piezas como "El cuzquito", "El 13", "Independencia", "Muela careada", "Don Esteban" y otras que en 1957 habían desaparecido de todos los repertorios.
La pareja inflexible que no dejaba prestigio en pie, sobre todo tratándose de escritores argentinos, contemporáneos y conocidos de ellos, se volvía ingenua y tolerante en cuanto sonaba "Ivette" o "Flor de fango", y era capaz de admitir a Pascual Contursi, el autor de esas letras, como una "cumbre de la expresión literaria" y de inmediato descalificar a Goethe y su Fausto con infinidad de argumentos.
Las reacciones ante la música son inocentes, pero sensibles; los comentarios, ingeniosos; la erudición que Borges insiste en aportar suele estar equivocada o de más, pero no la repetida afirmación de "¡Esto es la patria!" ni la confesión de Bioy: "A veces creo o siento, un poco en broma, que en este país no se hizo nada más grande que los tangos".
El desconcierto se produce al leer los nombres de los intérpretes causantes de semejantes certezas en genios que desconfiaban de todo y además detestaban a Gardel, porque su favorito no era ninguno de los grandes vocalistas que todavía permanecían activos y en plena forma sino Jorge Vidal, un cantor auténtico, pero elemental y demagógico que, luego de dejar la orquesta de Osvaldo Pugliese, en 1951, gozó de larga popularidad televisiva y radial -todavía conduce un programa los domingos a la tarde por Radio El Pueblo- sin llegar nunca a figurar en el círculo de los mejores.
Más asombrosa todavía resulta la manera de recordar el tango instrumental que los había ayudado a imaginar una fantástica mitología arrabalera. Las mejores orquestas típicas que han existido continuaban actuando y grabando, pero ellos preferían escuchar sus primitivos en malos "discos de trapo", como denominaba Borges a los fonogramas flexibles que acompañaban ciertos fascículos, o en las versiones adulteradas de Los Muchachos de Antes, un trío de clarinete, guitarra y contrabajo formado en 1958 por músicos de jazz en crisis -Panchito Cao, Malvicino, Nicolini- que todo lo tocaba igual, sin pasar de los dos minutos, y a ellos les parecía "una orquesta de gorriones".
En Borges , Bioy Casares también registra el encuentro de ambos con Ben Molar, cuando planeaba el álbum 14 con el tango , y el intercambio de injurias entre Borges y su madre con Piazzolla en la época de las milongas para el long play El Tango , pero eso es una guerra aparte y demasiado extensa para contar ahora.
Siempre propuestos por Bioy, más para discutir que disfrutar, también escuchaban temas extranjeros: "Minnie the Moocher", por Cab Calloway, blues de Leadbelly, "Et maintenant...", por Gilbert Bécaud -"Las canciones francesas son más sentimentales, más dulzonas que las norteamericanas" (Borges); "Tiene un prejuicio contra todo lo francés" (Peyrou)- y hits de Johnnie Ray, Frankie Laine y Tennessee Ernie Ford, más olvidados que la gran duda que le sembraron a Borges: "Es sospechoso que la música popular guste tanto a todo el mundo. Tal vez no haya diferencia entre la gente".






Los amigos de Borges

por Óscar Peyrou

Aunque después de la muerte de Jorge Luis Borges sus amigos se multiplicaron evangélicamente como los panes y los peces, lo cierto es que sólo tuvo dos íntimos durante la mayor parte de su vida: los escritores Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou, y cada uno de ellos desempeñenó una función diferente en la relación.

Con Bioy se trataba de una amistad a la inglesa, que excluía las confidencias; la que mantuvo con el segundo, en cambio, incluyó las confesiones más íntimas y personales. Cuando Borges necesitó la ayuda de un psiquiatra —así lo reveló Estela Canto—, fue Peyrou quien se lo recomendó. Roberto Alifano incluye en su libro sobre Borges unas palabras que este le dictó acerca de Peyrou: «Era un hombre muy reservado, pero aceptaba y alentaba las confidencias. Creo que fue una de las pocas personas a quien me atreví a hacérselas».

Tras la muerte de su amigo en 1974, Borges escribió un poema que lleva por título «Manuel Peyrou» y que publicó luego en Historia de la noche: «Suyo fue el ejercicio generoso / de la amistad genial. Era el hermano / a quien podemos, en la hora adversa, / confiarle todo o, sin decirle nada, / dejarle adivinar lo que no quiere / confesar el orgullo (...)».

Es conocida la manera en que Borges conoció a Bioy Casares en la casa de Victoria Ocampo. Casi nadie recuerda, en cambio, como nació la amistad con Peyrou. La relató él mismo durante un homenaje que le hicieron al autor de El Aleph en 1969:

«Yo empecé a concurrir a lugares donde se reunían escritores y una noche, en un bar alemán de la calle Corrientes cerca de Pueyrredón, alguien me presentó a Borges. Fue la presentación formal, que consiste en darse distraídamente la mano y decir las palabras y las frases convencionales. La verdadera presentación ocurrió unas horas después, por obra de una sombra o de una presencia del pasado. Salimos y Borges me preguntó hacia dónde iba. Repuse que hacia el norte, a lo cual él respondió que también tomaría ese rumbo. Cuando íbamos por la calle Pueyrredón noté que a mi lado vagaba una presencia invisible pero estimulante, la sombra de que hablé. Era el recuerdo de un uruguayo, Jules Lafforgue y yo incité un verso de ese poeta francés nacido bajo el Trópico, como él mismo dijo. Borges inmediatamente completó el verso y recitó otros. Allí, para mí se produjo una confusión del tiempo y del espacio o un estado nebuloso en el que yo no sabía, en mi exaltación, si caminaba por Pueyrredón o por la calle llamada Rimbaud, Lafforgue o Baudelaire. Al llegar a las Heras, donde él vivía y como no habíamos terminado de recitar poemas a voz en cuello, Borges se ofreció a acompañarme hasta mi casa. La operación se repitió varias veces, pero no se agotó mi impulso de recitar poemas franceses y, sobre todo, de oírselos a él. En esos viajes de tres cuadras hacia un lado y de tres cuadras hacia el otro, que duraron algo así como unas horas, llamamos la atención hasta de un vigilante que estaba en la esquina (...)»

Aparte de estos amigos muy cercanos —y de Silvina Ocampo, la mujer de Bioy—, que lo fueron desde el principio de la década de los treinta hasta el fin, otros que giraron en la órbita de ese grupo —en distintas épocas y por diversos espacios de tiempo— fueron Carlos Mastronardi, Emma Risso Platero, Francisco Luis Bernárdez, Xul Solar, Enrique Amorín, Ricardo Güiraldes, Oliverio Girondo, Norah Lange, Elvira de Alvear, Ulises Petit de Murat, los hermanos Dabove, Gloria Alcorta, Estela Canto, María Esther Vázquez y Néstor Ibarra.

Macedonio Fernández no fue estrictamente amigo sino una especie de mentor de Borges, y únicamente durante unos años, hasta que se distanciaron por razones políticas.

Curiosamente, Fernández se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires en 1897, junto a los padres de Borges y Peyrou.