sábado, marzo 24, 2012

Cumbia, la música que escuchan los "negros"

Cumbia, nación, etnia y género en América latina (Editorial Gorla) busca comprender el papel de un género musical que suele recibir un valor entre ínfimo y negativo tanto en el campo académico como en la vida social, en relación con identificaciones de clase, nacionales, étnicas y raciales. El objetivo de los diferentes trabajos aquí recopilados es dilucidar el poder performativo de la música en los diferentes procesos sociales.

Abordar los devenires de la cumbia presume superar un tráfico irreflexivo de juicios entre el campo académico y la vida social que determina un valor entre ínfimo y negativo para este género musical. Las descripciones en negativo abundan en diversas dimensiones y ponerlas en cuestión reconociendo sus condiciones, como es el objetivo de este apartado, supone, al mismo tiempo, situar el valor de nuestro objeto y proponer un horizonte de superación en su interpretación.
En primer lugar, la cumbia, como muchos otros géneros musicales, ocupa un lugar menor en las jerarquías estéticas de ciertos grupos sociales –entre ellos los académicos y universitarios– que, en diversas disputas, muchas veces tienen la posibilidad de establecer el valor social de los géneros. En este sentido, no se diferencia de la historia de otros géneros musicales populares que la antecedieron, los cuales debieron “luchar” por su inclusión en el panteón consagrado por la crítica académica. Debemos aquí recordar que el folclore provinciano de los cuarenta y cincuenta y el rock nacional sólo lograron ser reconocidos como objetos legítimos de investigación social a principios de los años ochenta, muchos años después de su nacimiento y triunfo en el reconocimiento popular.
Lo que diferencia a la cumbia del rock nacional (a la vez que la emparenta al folclore a la Tormo), es que es comúnmente entendida como música de pobres y considerada como estéticamente pobre. La cumbia no ha tenido hasta ahora el estatus de música nacional, popular o folclórica, que la torne un sujeto “digno” o “interesante” para el folclore, la etnomusicología o, incluso, para cualquier tentativa de interpelación política de un colectivo socialmente activo y movilizante.
Como acontecía con el folclore provinciano de los cuarenta y el rock nacional de los sesenta y setenta, los usos de la cumbia se encuentran en el campo del ocio, la recreación, la diversión; entendidas, muchas veces, negativamente, como dispersión, como salida de los mundos serios del trabajo, la educación, la política o la familia. Pero, a diferencia de lo que aconteció en su momento con el folclore y el rock nacional, la cumbia no sería importante sociológicamente si no fuera porque, justamente, gracias a esa localización en el mundo de la recreación y el ocio, resulta socialmente incidente (ya veremos en que sentido). El espacio creciente del ocio en las sociedades contemporáneas que, más allá de estar pauperizadas, no están centradas en el trabajo, muchas veces se articula prioritariamente con el consumo de música. En el caso particular de la Argentina, esto es lo que acontece en torno de la cumbia, cuyo uso social se incrementa porque el espacio del ocio y las organizaciones que lo atienden se amplia, y porque la vida social es, como afirma Yúdice, cada vez más aural. La cumbia moviliza el esfuerzo de músicos, técnicos de grabación, productores de discos, organizaciones de difusión, locales bailables, y públicos amplios, heterogéneos en inserción nacional, subnacional, sociocultural y en su composición etaria. En una sociedad cada vez más secularizada, cada vez más despojada de un sentido de trascendencia depositado en dioses, naciones, ideologías, entidades estatales o partidarias, la influencia de este tipo de fenómenos masivos no debería despreciarse. En muchos casos, la atención debida se dirigió a ella para subrayar y explicar los que son vistos, fuera de contexto, como sus rasgos bizarros. Pero el marco de una renovada sensibilidad de las ciencias sociales en relación a sujetos y temas a los que se atiende, por su novedosa irrupción (y porque son el indicio de cambios de la estructura social y cultural), obligó a tomarse en serio el fenómeno. Esto se entronca con el cambio en los estudios sociales de la música que mencionáramos más arriba y de los cuales nuestras investigaciones sobre tango, folclore y rock forman parte. Este es el contexto de surgimiento relativamente reciente de una bibliografía de cuño sociológico y antropológico de cuyos puntos sobresalientes ofrecemos una breve compilación. En ese panorama, y especialmente entre los textos que componen este volumen, nos interesa subrayar algunos elementos transversales a los mismos que ayudan a caracterizar a la cumbia y su funcionamiento social.

Cumbia, “raza” y nación. Tomarse en serio la cumbia significa revertir el camino o el desierto que la sitúa en el lugar de fenómeno menor en relación con las realidades “importantes”, las dimensiones tradicionalmente relevantes de la vida social a los ojos de la ciencia social en términos de “raza”, nación, clase, género y edad. Y revertirlo en el sentido de mostrar cómo la cumbia se articula con estas dimensiones en un complejo entramado en donde la música, al mismo tiempo, crea y refleja fenómenos raciales, étnicos, nacionales, de clase, de género y etarios. De ahí que la cumbia, como muchos otros fenómenos musicales contemporáneos, “ayudan” en la construcción de sujetos que se reconocen en sus dimensiones raciales, étnicos, de clase, de género y etarias a partir de la manera en que la cumbia los interpela.

Cumbia y “raza”. Es preciso entender hasta qué punto hay una verdad social –la del desprecio– cuando se observa que en Argentina la cumbia es considerada música de “negros”, y hasta dónde hay una mistificación social cuando se esencializan los orígenes negros de la cumbia. Pero en los dos casos es necesario desmontar y analizar el papel de esencialismos racializantes que la cumbia, sus adherentes y sus contrincantes ponen en juego.
En el caso argentino, si todos los reproches a la cumbia se originan en y refuerzan su carácter de “música de negros”, es porque la forma de concebir a los pobres se reconoce en una connotación que recoge sedimentos de diversas épocas y determinaciones. De un lado, la comprensión racializada de las nuevas poblaciones urbanas que se hicieron visibles con el peronismo (y que proyectaba sobre éstas los mismos valores que sobre las poblaciones afro e indígena volcaban las élites tradicionales). Luego, la concepción que concibe como “negro”, en un sentido social (pobre), racial y simbólica (oscuro), el modo de vida de los trabajadores, desempleados y subempleados urbanos, se suma a la anterior. Esta última inventa una cultura pobre a la que demoniza, y construye a sus portadores análogamente a lo que algunos verían como una “raza”. De ahí que, en un proceso histórico que todavía debe ser bien dilucidado, el rótulo “negro” adquiere carácter polisémico y, sin dejar de referirse a la población de origen afro, también pasa a referirse a la población de origen mestizo que se asienta en los cordones industriales de las principales ciudades del país; sobre todo Buenos Aires.
El proceso por el cual la cumbia pasó a ser considerada “música de negros” no fue unidireccional: a fines de los cincuenta, y comienzo de los sesenta, cuando la cumbia colombiana comienza a ser popular en Argentina, lo es en ámbitos sociales diversos que van de confiterías de clase media a lugares bailables de sectores populares. Sólo con el paso del tiempo, y en un proceso que alguna vez merecerá una investigación académica adecuada, la cumbia gana el perfil exclusivo de “música de negros”; muy probablemente, y esto es una conjetura, dada su hibridación con otras músicas de negros: el chamamé, el chamamé tropical –uno de cuyos conjuntos emblemáticos fueron Los Caú.
En el caso colombiano, Wade también muestra que, en el ámbito discursivo, hay una continuidad generada por jerarquías raciales, de clase y género, dentro de las que se reclaman y atribuyen identidades sobre lo negro y lo blanco. La variedad de estilos de músicas asociadas a lo negro han sido también vistas en Colombia como “primitivas”. Ello se deriva tanto de las continuidades musicales básicas, algunas de ellas de raíces africanas que subyacen a las “modernas” formas musicales emergentes, como al hecho de que, independientemente de su origen, su asociación a lo negro, la clasifica como “primitiva” y aún “excitante” para los no negros. Estos dos procesos están entrelazados y son muy difíciles de separar. Es un caso arquetípico en el que la continuidad cultural aparece como un modo de “cambio”. Esto, de alguna manera, es el intento por parte de una población de conservar para sí misma (y se podría agregar, para otros) la continuidad de una diferencia cultural ya que, conservando esa diferencia –que es, fundamentalmente, un sentido de la diferencia–, se afirma y redefine en un contexto social. Este particular caso de continuidad/cambio cultural es ilustrado por Wade con la descripción de la manera en que la música costeña en general, la cumbia en particular y, más recientemente, el rap, han figurado centralmente en los debates sobre los “negros” y “Africa” en la historia de Colombia.

 

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