domingo, septiembre 30, 2007



LITERATURA Y MUERTE. Rodolfo Walsh:La muerte, el conocimiento y la historia
Por Zenda Liendivit.


Para Lyotard, el término sobreviviente implica que una entidad que debería haber muerto todavía está viva. Y se pregunta ¿a la muerte de qué vida sobrevive esa entidad? "Hay un fusilado que vive" fue el detonante que escuchó Rodolfo Walsh una tranquila noche de verano de fines del 56, mientras jugaba ajedrez en un bar de La Plata. Se trataba de Juan Carlos Livraga, un hombre que recibió dos balas policiales en pleno rostro y que ahora, sentado frente a él, le contaba su versión de los hechos acerca del levantamiento cívico-militar contra Aramburu en junio de ese año. Había, entonces, alguien que todavía estaba vivo cuando debería estar muerto, alguien que reabría un capítulo que se pretendía definitivamente cerrado en la historia argentina.
La investigación sobre la masacre en los basurales de José León Suárez se escribe sobre esa premisa que parece imposible para el mundo real pero absolutamente factible para el ficcional ( "Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones…" dirá Walsh, en la introducción de Operación Masacre, cuando intenta publicar en los medios gráficos esa nueva versión de los sucesos). Con el cuerpo de Livraga vivo, después de haber sido fusilado; reaparecido luego de días de desaparecido; denunciante, luego de haber permanecido en silencio, la frontera entre la vida y la muerte en el panorama político argentino queda por lo menos difusa. En la cara destrozada del "resucitado" se inscribirán los hechos que Walsh tendrá que ir a buscar para conocer lo que sucedió aquella terrible noche de junio de 1956, y no en los discursos oficiales que hablan de fusilamientos amparados en una oportuna ley marcial. O, por los menos, allí estarán los primeros indicios de esa verdad. Luego vendrán, a fuerza de un minucioso trabajo detectivesco, los otros fragmentos que a manera de piezas de un rompecabezas serán los únicos poseedores de esa forma final esquiva y oculta. Livraga, con su reaparición, interrumpe, incomoda y empuja a Walsh no sólo al terreno de la política, a las primeras tensiones que luego marcarían su escritura y su destino, sino a lo que está siempre fuera de alcance y que necesita ser encontrado.
Más que alejarse de la ficción, es decir, de la literatura, para internarse en la práctica, Walsh parecería alejarse de las formas acabadas, aceptadas, llámese discurso oficial, prensa orgánica o dogma literario. Walsh abandona sistemática y paulatinamente los espacios de coordenadas conocidas para explorar lo que está siempre por armarse, los límites móviles e inatrapables de lo informe. La prosa de Walsh avanza sobre lo que no está, avanza sobre los espacios de la ausencia que brillan hasta hacerse presentes. En este brillar por ausencia o por imposibilidad pareciera asentarse su escritura. Es el cuerpo buscado de la mujer que marcó la historia argentina, es ese nombre imposible de nombrar, el que escribirá el cuento Esa mujer; es esa nota al pié, fuente marginal y secundaria en cualquier lectura tradicional, la que develará la verdadera historia del suicidio del traductor, y no la palabrería que ocupa el cuerpo principal del relato. Son los intersticios, los vacíos entre cuadro y cuadro, del cuento Fotos los que intentarán capturar lo primero, lo original, lo que no tiene intermediación y que perfilándose en ese montaje de discursos entrecruzados se resolverá finalmente con la muerte del personaje. "Es cuestión de verlo. El campo cuando sale el sol, los tipos en el boliche jugando al codillo, una muchacha nuevita paseando por la plaza, todas esas cosas que si no las agarrás de alguna manera, se te van para siempre", le dice éste a su amigo en un intento por atrapar lo que se le escapa a cada paso.
Por otro lado, la escritura de Walsh plantea una crítica a los límites del acto mismo de conocer. Si el problema es cómo contar la realidad, todas las formas existentes adolecen de lo mismo: son maquinarias de lectura que sólo pueden capturar aquello que ya habían previsto con anterioridad. Las agencias de noticias, los medios organizados, los grandes diarios y revistas, el género ficcional ya no pueden informar, ya no pueden dar cuenta de las cosas porque están precisamente atrapados en esa engañosa telaraña estructural: no hay posibilidad alguna de saltar fuera de su sombra. No hay posibilidad de escapar a esa imagen previa. Por lo que si el material de trabajo es lo que no está, lo que hay que desentrañar, mal puede dar cuenta de él un sistema ya establecido. Éste debe fundirse con la propia búsqueda ("El arte es un ordenamiento que no está previamente contenido", le contestará Jacinto Tolosa a Mauricio, en Fotos).
En Operación Masacre, las confesiones de los implicados, los informes, los testimonios, los partes de las emisoras radiales, los telegramas, la precisión horaria ("A las 23.56 Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, deja de ofrecer música de Stravinsky y pone en el aire la marcha con que cierra habitualmente sus programas..."), poseen, por su dispersión, la imposibilidad de la conspiración y del manipuleo. Son los detalles buscados y encontrados, imperceptibles, insignificantes a veces, los que tendrán la voz del relato, son ellos los que esquivarán, por azarosos, cualquier ordenamiento. Pero más que una cuestión de oposición al poder militar y policial, en Walsh parecería estar la rebelión contra el mecanismo propio de todo poder que se enseñorea sobre las formas constituidas, estables y fijas, produciendo –al decir de Foucault- un saber específico. La clandestinidad entonces surge como una manera diferente de acceder a las cosas y plantea con ellas una relación de semejanza. La mirada desde lo oculto, desde lo secreto, generará a la vez sus propias formas, siempre fluidas, siempre inestables como la realidad misma. La multiplicidad de las voces, o la voz que se desplaza constantemente, unidas por un hilo siempre ausente, estará no solamente en sus relatos (Cartas es un claro ejemplo) sino más tarde en los procedimientos empleados para divulgar la información periodística. La propagación artesanal de los comunicados a través de cartas arrojadas al buzón, en Cadena Informativa, será la forma de escribir en tiempo presente la historia de los terribles años de la dictadura. Pero también será la garantía de la ausencia del autor único. La verdad, nuevamente, estará en lo que flota, en el murmullo anónimo de los que no tienen los medios para estar en esos lugares donde se escriben las historias oficiales.
Pero volviendo a la pregunta inicial sobre ¿a la muerte de qué vida sobrevive ese cuerpo fusilado? se podría pensar que mucho más que a una muerte física, los ultimados en José León Suárez sobreviven a ese espacio neutro que confunde el tiempo que transcurre desde el nacimiento de un hombre y su fin y lo que viene después, que por lo general es el olvido. Sobreviven a la inutilidad de un final antes de tiempo. Se sobrevive a la no modificación del mundo frente a esa interrupción imprevista. Con Operación Masacre los hombres que consiguieron huir de aquel ajusticiamiento transforman ese todavía estar vivos, que los caracteriza como sobrevivientes, en un asunto universal, una cuestión que trasciende las historias particulares de cada uno. Al extraer la verdad de lo que pasó aquella terrible noche, al desentrañar la muerte como si fuera un metal precioso y retornarla a la vida, Walsh interviene la realidad y reescribe la historia de todo un pueblo, de una época, de una posición política y lo que es más, anticipa los próximos cuarenta años: "Toda la operación lleva, pues, el sello imborrable de la clandestinidad" (la muerte funciona como una bisagra a partir de la cual todo lo que era deja de ser, desenmascara no solo la ficción sino también el mecanismo).
El cuerpo que no está, el cuerpo desaparecido, el cuerpo violentado, será siempre el espacio donde se almacenará la verdad que no puede ser conquistada precisamente por carecer de una forma concreta. Walsh escribe como se escribirá después el devenir argentino: a fuerza de vivos que desaparecen y que reaparecen luego en forma de historias fragmentadas, de voces dispersas, de marchas, reclamos y de oralidades siempre rebeldes a cualquier poder normalizador. Muertos y desaparecidos que, como él mismo, permanecen rebeldemente vivos para seguir contando otra versión de la historia.


OPERACION MASACRE
A Enriqueta Muñiz

Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía.
COMISARIO INSPECTOR RODOLFO RODRÍGUEZ MORENO

Prólogo
La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana.
En ese mismo lugar, seis meses antes, nos había sorprendido una medianoche el cercano tiroteo con que empezó el asalto al comando de la segunda división y al departamento de policía, en la fracasada revolución de Valle. Recuerdo cómo salimos en tropel, los jugadores de ajedrez, los jugadores de codillo y los parroquianos ocasionales, para ver qué festejo era ése, y cómo a medida que nos acercábamos a la plaza San Martín nos íbamos poniendo más serios y éramos cada vez menos, y al fin cuando crucé la plaza, me vi solo, y cuando entré a la estación de ómnibus ya fuimos de nuevo unos cuantos, inclusive un negrito con uniforme de vigilante que se había parapetado detrás de unas gomas y decía que, revolución o no, a él no le iban a quitar el arma, que era un notable Mauser del año 1901.
Recuerdo que después volví a encontrarme solo, en la oscurecida calle 54, donde tres cuadras más adelante debía estar mi casa, a la que quería llegar y finalmente llegué dos horas más tarde, entre el aroma de los tilos que siempre me ponía nervioso, y esa noche más que otras. Recuerdo la incoercible autonomía de mis piernas, la preferencia que, en cada bocacalle, demostraban por la estación de ómnibus, a la que volvieron por su cuenta dos y tres veces, pero cada vez de más lejos, hasta que la última no tuvieron necesidad de volver porque habíamos cruzado la línea de fuego y estábamos en mi casa. Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía.
Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: "Viva la patria" sino que dijo: "No me dejen solo, hijos de puta".
Después no quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?Puedo.
Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela "seria" que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo. La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Pudo ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba.
Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:–Hay un fusilado que vive.
No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga.Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana.
Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto.
Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de "las suaves, tranquilas estaciones". Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron.
Porque lo que sabe Livraga es que eran unos cuantos y los llevaron a fusilar, que eran como diez y los llevaron, y que él y Giunta estaban vivos. Ésa es la historia que le oigo repetir ante el juez, una mañana en que soy el primo de Livraga y por eso puedo entrar en el despacho del juez, donde todo respira discreción y escepticismo, donde el relato suena un poco más absurdo, un grado más tropical, y veo que el juez duda, hasta que la voz de Livraga trepa esa ardua colina detrás de la cual sólo queda el llanto, y hace ademán de desnudarse para que le vean el otro balazo. Entonces estamos todos avergonzados, me parece que el juez se conmueve y a mí vuelve a conmoverme la desgracia de mi primo.
Ésa es la historia que escribo en caliente y de un tirón, para que no me ganen de mano, pero que después se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse. Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones, piensa que está corriendo una carrera contra el tiempo, que en cualquier momento un diario grande va a mandar una docena de reporteros y fotógrafos como en las películas. En cambio se encuentra con un multitudinario esquive de bulto.
Es cosa de reírse, a doce años de distancia porque se pueden revisar las colecciones de los diarios, y esta historia no existió ni existe.
Así que ambulo por suburbios cada vez más remotos del periodismo, hasta que al fin recalo en un sótano de Leandro Alem donde se hace una hojita gremial, y encuentro un hombre que se anima. Temblando y sudando, porque él tampoco es un héroe de película, sino simplemente un hombre que se anima, y eso es más que un héroe de película. Y la historia sale, es un tremolar de hojitas amarillas en los kioscos, sale sin firma, mal diagramada, con los títulos cambiados, pero sale. La miro con cariño mientras se esfuma en diez millares de manos anónimas.
Pero he tenido más suerte todavía. Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que en algún lugar de este libro escribo "hice", "fui", "descubrí", debe entenderse "hicimos", "fuimos", "descubrimos". Algunas cosas importantes las consiguió ella sola, como los testimonios de los exiliados Troxler, Benavídez, Gavino. En esa época el mundo no se me presentaba como una serie ordenada de garantías y seguridades, sino más bien como todo lo contrario. En Enriqueta Muñiz encontré esa seguridad, valor, inteligencia que me parecían tan rarificados a mi alrededor.
Así que una tarde tomamos el tren a José León Suárez, llevamos una cámara y un planito a lápiz que nos ha hecho Livraga, un minucioso plano de colectivero con las rutas y los pasos a nivel, una arboleda marcada y una (x), que es donde fue la cosa. Caminamos como ocho cuadras por un camino pavimentado, en el atardecer, divisamos esa alta y obscura hilera de eucaliptos que al ejecutor Rodríguez Moreno le pareció "un lugar adecuado al efecto", o sea al efecto de tronarlos, y nos encontramos frente a un mar de latas y espejismos. No es el menor de esos espejismos la idea de que un lugar así no puede estar tan tranquilo, tan silencioso y olvidado bajo el sol que se va a poner, sin que nadie vigile la historia prisionera en la basura cortada por la falsa marea de metales muertos que brillan reflexivamente. Pero Enriqueta dice "Aquí fue" y se sienta en la tierra con naturalidad para que le saque una foto de picnic, porque en ese momento pasa por el camino un hombre alto y sombrío con un perro grande y sombrío. No sé por qué uno ve esas cosas. Pero aquí fue, y el relato de Livraga corre ahora con más fuerza, aquí el camino, allá la zanja y por todas partes el basural y la noche.
Al día siguiente vamos a ver al otro que se salvó, Miguel Ángel Giunta, que nos recibe con un portazo en las narices, no nos cree cuando le anunciamos que somos periodistas, nos pide credenciales que no tenemos, y no sé qué le decimos, a través de la mirilla, qué promesa de silencio, qué clave oculta, para que vaya abriendo la puerta de a poco, y vaya saliendo, cosa que le lleva como media hora, y hable, que le lleva mucho más.
Es matador escuchar a Giunta, porque uno tiene la sensación de estar viendo una película que, desde que se rodó aquella noche, gira y gira dentro de su cabeza, sin poder parar nunca. Están todos los detallecitos, las caras, los focos, el campo, los menudos ruidos, el frío y el calor, la escapada entre las latas, y el olor a pólvora y a pánico, y uno piensa que cuando termine va a empezar de nuevo, como es seguro que empieza dentro de su cabeza ese continuado eterno, "Así me fusilaron". Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro, cómo está lastimado por ese error que cometieron con él, que es un hombre decente y ni siquiera fue peronista, "y todo el mundo le puede decir quién soy yo". Aunque eso ya no es seguro, porque hay dos Giuntas, éste que habla torrencialmente mientras se pasa la gran película, y otro que a veces se distrae y consigue sonreír y hacer un chiste como antes.
Parece que aquí va terminar el caso, porque no hay más que contar. Dos sobrevivientes, y los demás están muertos. Uno puede publicar el reportaje a Giunta y volver a aquella partida que dejó suspendida en el café hace un mes. Pero no termina. A último momento Giunta se acuerda de una creencia que él tiene, no de algo que sabe, sino de algo que ha imaginado o que oyó murmurar, y es que hay un tercer hombre que se salvó.
Entretanto la gran divinidad de la picana y sus metralletas empieza a tronar desde La Plata. La hojita del reportaje flota en los pasillos de la Jefatura de Policía, y el teniente coronel Fernández Suárez quiere saber qué bochinche es ése. El reportaje no estaba firmado, pero al pie de los originales figuraban mis iniciales. En el diarito trabajaba un periodista con las mismas iniciales, aunque a él le tocaron en otro orden: J. W. R. Una madrugada se despierta para contemplar una interesante concentración de fusiles y otros implementos silogísticos, y su espíritu experimenta esa gran emoción previa a una verdad por revelarse. Lo sacan en calzoncillos y lo trasladan en un vuelo a La Plata y a la Jefatura, lo sientan en un sillón y enfrente está sentado el teniente coronel, que le dice, "Y ahora por favor, hágame un reportaje a mí. El periodista aclara que no es a él a quien corresponden esos honores, mientras por lo bajo se acuerda de mi madre.
La rueda sigue girando, hay que ir por esos andurriales en busca del tercer hombre, Horacio di Chiano, que se ha vuelto lombriz y vive bajo tierra. Parece que ya nos conocen en muchas partes, los chicos por lo menos nos siguen, y un día una nena nos para en la calle.–El señor que ustedes buscan –nos dice–, está en su casa. Les van a decir que no está, pero está.–¿Y vos sabes por qué venimos?–Sí, yo sé todo.Bueno, Casandra.
Nos dicen que no está, pero está, y hay que ir venciendo las barreras protectoras, las cautelosas deidades que custodian a un enterrado vivo, esta pared, esta cara que niega y desconfía. Se pasa del sol de la calle a la sombra del porch, se pide un vaso de agua y se está adentro, en la obscuridad, se pronuncian palabras-ganzúa, hasta que la más oxidada del manojo funciona, y don Horacio di Chiano sube la escalera tomado de la mano de su mujer, que lo trae como un chico.
Así que son tres.Al día siguiente llega al periódico una carta anónima y dice que "lograron fugar: Livraga, Giunta y el ex suboficial Gavino".Así que son cuatro. Y Gavino, dice la carta, "pudo meterse en la embajada de Bolivia y asilarse a aquel país".
En la embajada de Bolivia no encuentro pues a Gavino, pero encuentro a su amigo Torres, que sonríe, cuenta con los dedos, me dice: "Le faltan dos", y me habla de Troxler y Benavídez.
Así que son seis.Y ya que estamos, ¿no serán siete? Puede ser, me dice Torres, porque había un sargento, con un apellido muy común, algo así, como García o Rodríguez, y nadie sabe qué ha sido de él.
A los dos o tres días vuelvo a ver a Torres y le disparo a quemarropa:–Rogelio Díaz.Se le ilumina la cara.–¿Cómo hizo?
Ya no recuerdo cómo hice. Pero son siete.
Entonces puedo sentarme, porque ya he hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. En el mes de mayo, tengo escrita la mitad de este libro. Otra vez el paseo en busca de alguien que lo publique. Por esa época los hermanos Jacovella han sacado una revista. Hablo con Bruno, después con Tulio. Tulio Jacovella lee el manuscrito, y se ríe, no del manuscrito, sino del lío en que se va a meter, y se mete.
Lo demás es el relato que sigue. Se publicó en "Mayoría", de mayo a julio de 1957. Después hubo apéndices, corolarios, desmentidas y réplicas, que prolongaron esa campaña hasta abril de 1958. Los he suprimido, así como parte de la evidencia que usé entonces y que reemplazo aquí por otra más categórica. Frente a esta nueva evidencia, creo que la polémica queda descartada.
Agradecimientos: al doctor Jorge Doglia, ex jefe de la división judicial de la policía de la provincia, exonerado por sus denuncias sobre este caso; al doctor Máximo von Kotsch, abogado de Juan C. Livraga y Miguel Giunta; a Leónidas Barletta, director del periódico "Propósitos", donde se publicó la denuncia inicial de Livraga; al doctor Cerruti Costa, director del desaparecido periódico "Revolución Nacional", donde aparecieron los primeros reportajes sobre este caso; a Bruno y Tulio Jacovella; al doctor Marcelo Sánchez Sorondo, que publicó la primera edición en libro de este relato; a Edmundo A. Suárez, exonerado de Radio del Estado por darme una fotocopia del libro de locutores de esa emisora, que probaba la hora exacta en que se promulgó la ley marcial; al ex terrorista llamado "Marcelo", que se arriesgó a traerme información, y poco después fue atrozmente picaneado; al informante anónimo que firmaba "Atilas"; a la anónima Casandra, que sabía todo; a Horacio Manigua, que me dio albergue; a los familiares de las víctimas.

Para escuchar el Capítulo 23 en la propia voz de Rodolfo Walsh, click aquí:
http://www.goear.com/listen.php?v=8d7dbaa

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