QUE NO MUERA NUNCA
miércoles, febrero 27, 2013
miércoles, febrero 20, 2013
“La cumbia nos dice mucho de la realidad social”
Meterse en los barrio y sacarse de encima los prejuicios. Es la propuesta de Pablo Semán para entender la verdadera dimensión del fenómeno cumbiero. Aquí desmenuza el papel que juega ese género musical en la identificación cultural de los sectores populares. “Para conocer la forma en la que se educa sentimentalmente una buena parte de la población, debemos conocer la cumbia”, advierte.
Por Leonardo Castillo
–Hace más de cuarenta años que la cumbia es un género musical socialmente masivo. ¿Por qué se tardó tanto en abordarla desde lo académico como usted y Pablo Vila lo hicieron en el libro Cumbia. Nación, etnia y género en Latinoamérica?
–En un principio, creo que existe una cuestión de prejuicio con la cumbia. El prestigio que adquieren los objetos sociales tiene que ver con los lugares por los cuales circulan. Muchas veces, los sociólogos y antropólogos que se dedican a estudiar fenómenos que poseen una baja valoración cultural hacen lo más fácil: convertirse en denunciadores de un acabose; profetas del apocalipsis. Si se analiza un hecho considerado de baja jerarquía, lo mejor es refugiarse en la descalificación. Pero para abordar la cumbia es necesario dejar esa lógica atrás. Se debe comprender que no se trata de un objeto menor, sino de un producto cultural que nos dice mucho con respecto a la realidad social argentina. La sociología de la música no puede limitarse a estudiar a un compositor de música clásica como es Alberto Ginastera. Para conocer la forma en la que se educa sentimentalmente una buena parte de la población del país, debemos conocer la cumbia.
–En el libro se recopilan varios artículos que hablan sobre la “negritud” como un elemento crucial en la construcción de la identidad de los grupos sociales en Latinoamérica. ¿Cómo se lleva a cabo este proceso?
–Lo que nos interesó no es tanto resaltar el tema del origen africano del género, sino en cómo se utiliza la identificación con lo negro. Por un lado, se le asigna a la cumbia una carga negativa, al identificarla como música de mala calidad, para gente de mala calidad, que genera consecuencias sociales desastrosas. Es una música de negros. Pero desde otro aspecto, lo negro también puede ser reivindicado como un valor positivo, exaltando los ámbitos de goce de los pibes que hacen cumbia villera. En definitiva, lo que debemos tener en claro es que la música es parte de la trama de producción y conjugación de los sujetos sociales.
–Algunos consideran que se trata de un género impuesto por una maquinaria publicitara. ¿Es así?
–Todos los géneros masivos tienen apoyos de las discográficas y de las estrategias publicitarias, pero hay un sistema de preferencias que es innegable. Acercarse a la cumbia es indagar en un fenómeno demográfico y territorial que determina una mirada sobre la vida. Lo que sucede es que muchas veces aproximarse al fenómeno puede resultar incómodo por las razones que mencioné antes. Ahora, ¿desde cuándo el lugar del investigador social debe ser cómodo? Pero además, es necesario decir que algunos de los fenómenos que se dan actualmente con la cumbia y con otros géneros es que surgen o se relanzan a través de las discográficas en un momento de crisis de esa industria.
–El rock nacional comenzó a estudiarse sociológicamente a partir de los años ’80. ¿Ahora le llegó el turno a la cumbia?
–El rock sirvió para modificar cierta visión que la sociología tenía sobre lo que debía estudiarse. Hasta hace treinta años, la disciplina estudiaba cuestiones como el trabajo, la política y la educación. Pero surgió la necesidad de comprender a los grupos sociales que manifestaban vocación de cambio. Se creía que ésa era una función que el rock debía desempeñar, se lo problematizaba de esa manera. Lo concreto es que esa mirada abrió la posibilidad de estudiar la influencia de otros fenómenos, como el de la música electrónica, lo indie, el rock chabón-barrial y también la cumbia. Digamos que el abordaje de la cumbia se agrega a una tendencia sociológica que se inició en los ’80 con el análisis de otros géneros.
–Usted fue uno de los primeros sociólogos que se preocuparon en indagar sobre el rock chabón. ¿Qué emparienta a ese estilo con la cumbia?
–El rock chabón es producto de un cambio que se produjo en los años ’90, con la llegada al género de otras voces, de otros oídos. Entre finales de los ’80 y principios de 2000, el rock generó múltiples variantes, procesos de diferenciación y se arraigó definitivamente en los sectores populares, extendiéndose hacia el segundo y tercer cordón del conurbano, algo que no había sucedido en los años ’70. Esta difusión fue posible también porque se hicieron accesibles los soportes, los equipos. Entonces, muchos pibes se largaron a tocar por todos lados. Ese proceso de ampliación por abaratamiento de los instrumentos es, en definitiva, lo que está presente en la cumbia, ahí existe un rasgo en común con el rock chabón, sin dudas. Otro es que los tópicos que abordaban las letras de ambos géneros son muy parecidos y tienen muchas cosas en común: básicamente, son crónicas de una crisis que el menemismo agudizó.
–¿En qué sentido?
–Mirémoslo así: cuando a mitad de los ’80, los Redondos cantaban “todo preso es político” en un recital para estudiantes de psicología en Palladium o en Cemento, todos sabíamos que se trataba de un concepto acuñado por teóricos anarquistas como Bakunin o Kropotkin. Pero diez años después, cuando el Indio Solari entona la misma canción en la cancha de Huracán, ante diez mil personas, ahí no hay anarquismo. Se trata de miradas comprensivas con respecto a quien sale a robar. El delincuente es percibido como una víctima de un sistema que lo marginó, que lo expulsó y no le dejó otra opción más que robar para sobrevivir. Ese mensaje también está latente en la cumbia villera, que se retroalimenta de y con el rock chabón. De ahí emerge una temática común sobre policías, drogas, miseria.
–¿La tragedia de Cromañón acercó más público a la cumbia en detrimento del rock barrial?
–No lo creo. El proceso por el cual los jóvenes se acercaron al rock chabón o la cumbia es similar y está emparentado. Pero es cierto que el rock chabón quedó cuestionado después de lo que pasó en Once, en diciembre de 2004. Hubo incluso músicos que dijeron que la tragedia estuvo directamente asociada con la calidad de lo que escuchaban esos jóvenes. Lo cual es, a mi entender, un despropósito. Ni la cumbia villera ni el rock chabón matan a la gente. Además, el juicio de un sociólogo no puede quedar pegado a criterios estéticos.
–Pero se dice que la cumbia villera es simple, evasiva.
–La verdad, cuando empecé a analizar este tema también afloró ese prejuicio en mí. Es algo así como decir “las letras son simples, la música también”. ¿Pero es verdaderamente así? Realmente, en términos estéticos no lo puedo precisar, no es la tarea de la sociología y sería aventurado hacerlo. Sin embargo, me parece que ése es un concepto que se lanza en el contexto de una sociedad en conflicto, donde parece que alguna gente debe ser reeducada, readaptada en función de sus consumos culturales. Esa visión no tiene en cuenta que la cumbia villera desarrolló temáticas distintas de las que abordó la cumbia colombiana y la santafesina, y que dialogó con el rock y la música electrónica. Allí, en esa intersección, existe un grado de complejidad que no puede ser desestimado desde la cultura “de lo culto”.
–¿La cumbia que estalló masivamente en los ’90, con figuras como Alcides, Pocho “La Pantera”, Ricki Maravilla o Gladys “la Bomba Tucumana”, era una expresión menemista opuesta al género que hoy se desarrolla en los barrios de los grandes núcleos urbanos del país?
–La cumbia casi siempre fue menoscabada. Es algo que viene desde los años ’50. Constantemente hubo una mirada censora, propia de las elites culturales y sociales. En los ’90 se genera un movimiento cultural de acercamiento entre las clases medias y los sectores populares. Hubo sectores que arribaron a la cumbia desde una postura paródica, bizarra. Y esto fue algo que explotó Menem, en parte como una estrategia de seducción que pretendía acercar a los sectores postergados y los más acomodados con las políticas de su gobierno. Eso es algo que pasó, efectivamente, mas no explica por sí sólo la gran ampliación que comenzó a darse con la cumbia hace veinte años.
–¿Y qué lo explica entonces?
–Entre 1970 y 1990 se produjo un crecimiento demográfico en el conurbano que superó incluso la gran transformación que se produjo en la región durante el primer peronismo. Hubo en ese período un montón de gente que se divertía como podía. Eran pibes que escuchaban y tocaban cumbia, otros hacían rock y a veces iban juntos a una iglesia pentecostal que había empezado a funcionar en el barrio. Se trató de un proceso que se impuso de hecho y se hizo muy visible. La cumbia comenzó a estar presente en el Gran Buenos Aires, desde hace por lo menos treinta años y en un momento no pudo disimularse más. De ahí que surgieran lugares como Terremoto Bailable y cientos de grandes boliches en el GBA. Podríamos decir que la cumbia ganó espacio hasta por peso demográfico.
–¿Cuándo puede fecharse el nacimiento de la cumbia villera?
–Su caldo es la convertibilidad, explota entre 2000 y 2001, pero aparece hacia 1997, cuando la convertibilidad entró en declive. Es un género que vino a imponer una ruptura con el estilo paródico y glamoroso de cumbia que se había impuesto con el menemismo. Las letras empezaron a ser más duras, crudas y a reflejar temáticas sexuales. En los barrios las cosas se pusieron duras y la música lo testimonió. A pesar de todo eso, la cumbia villera llegó a la TV, porque era negocio, desde luego, y comenzó a recibir críticas lapidarias. Se la identificaba con la marginalidad, el desaliento de la cultura del trabajo, la apología de la delincuencia, etc. Ahí se produjo un fenómeno interesante. Por un lado, el entonces Comfer amonestaba el contenido de las letras y, por el otro, los grupos como Guachín, Pibes Chorros o Piola Vago crecían en audiencia televisiva.
–¿En ese momento surge su interés por analizar la problemática de este género?
–Exactamente. Si la mirada académica sobre ese fenómeno era que “esos pibes no quieren laburar, son todos machistas y reivindican el delito”, había un problema. Mi mirada como sociólogo no podía ser tan coincidente con lo que expresaba el Comfer, había algo que estaba mal. Si eso era así, los investigadores sociales nos habíamos convertido en el brazo intelectual de la Policía. Había que entender, que interpretar, dar cuenta de un fenómeno nuevo. No nos podíamos quedar con lo que nos resultaba chocante e instalarnos en la comodidad del denuesto fácil.
–Pappo dijo una vez que cuando una sociedad escucha cumbia es porque está en crisis. ¿Cómo se explica un argumento tan descalificador haya venido desde el rock?
–También se postuló esa idea desde distintos lugares del rock, no fue sólo Pappo. Creo que la reacción contra la cumbia se basaba en la necesidad de defender una posición en el mercado ante la emergencia de otro estilo musical que comenzaba a ganar posiciones. También se daba esto de sostener que el rock era el único estilo capaz de portar un mensaje, cuando en verdad eso es común a todos los géneros. Lo que existía en esos discursos eran estrategias de autolegitimación. Sin embargo, creo que eso cambió.
–¿Por qué?
–La idea de que los géneros y los estilos son compartimientos estancos está cada vez más en cuestión. Hoy por hoy, las personas que consumen música lo hacen desde un gusto muy diversificado. El criterio de legitimidad que actualmente existe está basado en la heterodoxia. Hace diez años, cuando Pappo dijo eso, tal vez había una necesidad de sentirse identificado con una sola cosa, con una tribu. El que escuchaba metal escuchaba sólo eso y nada más. Ya no es así. Asistimos a un diálogo de géneros y clases, que se verifica, por ejemplo, en los jóvenes de clase media o media alta cuando tocan cumbia electrónica. Desde una actitud paternalista, puede ser, pero el intercambio cultural cruza hoy todos los niveles. Eso es lo interesante.
–La cumbia villera expresa en sus letras cuestiones que también están presentes en músicas que se interpretan en otros lugares del mundo. ¿Es una versión argentina de un fenómeno global?
–Es probable. En el momento que surge la cumbia villera en el conurbano también cobra gran masividad el hip-hop en Estados Unidos, el funky en Brasil y los narcocorridos en México. Son versiones que se remiten a la reconstitución de la experiencia urbana. Se trata de expresiones de sujetos que son excluidos del mundo del trabajo e incluidos en circuitos de criminalidad, pero también de consumo y de producción. Versiones que reflejan un quiebre de una forma de organización social, pero a su vez, que pueden ser posibles porque se da una democratización de los artefactos de producción. Son géneros que exhiben una contradicción entre la exclusión social y la habilitación a producir música en función de los bajos costos que se verifican.
–¿El sexismo también es algo que está presente?
–Es un elemento presente en todos los géneros, sobre todo en el rock. ¿Alguien podría decir que “El blus del levante” no tiene una temática sexista? Se presupone que las mujeres que escuchan esas letras en el rock tienen elementos culturales que les permiten identificar eso como un juego, en cambio, las chicas que son receptoras de esos mismos tópicos en las bailantas no pueden hacerlo, porque no pueden jugar. Eso es falso. La sociedad argentina vive un proceso de agitación de la temática sexual que es independiente de los sectores sociales. El sexo es tema de interés por sí mismo. Cito un caso: haciendo una investigación de campo, en un barrio del sur del Gran Buenos Aires, me encontré un día en una iglesia pentecostal donde una pastora organizaba cumpleaños colectivos para las chicas de 15 años y les regalaba lencería erótica. Si eso pasa en una iglesia, en un templo, demuestra lo presente que está la sexualidad como tema en la vida cotidiana. No entenderlo así es quedarse en una visión cómoda y decadentista sobre el sexismo. La cumbia no hace más que mostrar un proceso de activación sexual, presente en los sectores populares, pero que se extiende hacia otros estratos. No estamos solo ante el machismo de los cumbieros. El tema es que sexo, placer y emancipación no son la misma cosa, sencillamente, porque mucha gente siente el goce en la subordinación.
–En investigaciones anteriores se abocó a indagar sobre las creencias populares. ¿Qué relación existe entre la religiosidad y la cumbia en el conurbano?
–Las transformaciones que tuvieron lugar en ese espacio demográfico fueron muy rápidas y las instituciones tradicionales aún no pueden satisfacer de forma eficaz las demandas que surgen en el GBA. La multiplicidad de los templos pentecostales en la región tiene que ver con que los pastores llegan a los barrios más rápido que la Iglesia católica. Abrir una parroquia requiere un procedimiento eclesiástico muy largo, que puede llevar hasta décadas. No obstante, las necesidades espirituales siguen presentes, y la gente acude a quien les ofrece una respuesta, una contención. Ahí aparecen los cultos evangélicos o los santos populares. Con la cumbia pasa lo mismo, la industria del entretenimiento también llega tarde a los lugares en los cuales se demandan bienes culturales. Los que sucede entonces es que la gente de los barrios, y sobre todo los jóvenes, van generando sus propios espacios para divertirse. En La Matanza, en Lomas de Zamora o Don Torcuato hay lugares donde la gente la pasa bien y disfruta, y estoy seguro de que los teóricos que definen a la cumbia como sexista, simple o pobre, no tienen ni idea de lo que sucede en esas localidades en un fin de semana. Después de mucho ver estas cosas creo que la producción cultural debe ser observada desde el punto de vista de la existencia de una producción local y no sólo acentuando determinantes externos de otras escalas.
–¿La escala tradicional de lo que se percibe como altos valores culturales está perdiendo prestigio?
–Me parece que ya son pocos lo que necesitan que una figura intelectual les diga si está bien o mal consumir determinadas expresiones artísticas. No hay una visión cultural unificada y la gente tiene menos vergüenza de producir sus productos culturales y difundirlos. Y lo mismo sucede con lo espiritual, los fieles se acercan a una liturgia que los representa, que interpreta sus vivencias y sentimientos y lo hacen sin culpa.
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Como bailan los pobres
Por Pablo Semán
Hace alrededor de un año, cuando se cumplían diez del estallido, la rebelión y la bronca (y la rabia, sí, esa rabia que hoy está tan vapuleada, pero que es capaz de mover sujetos, aunar masas y conducir la lucha por un país mejor), se multiplicaron los análisis y los balances de la década que parió aquella crisis. De estudios estructurales a lecturas más micro, de palabras “expertas” a charlas de café, parece que hubo de todo. Y sin embargo, no fueron tantas las voces (o al menos no tan estruendosos sus ecos) que centraron su mirada en la vida cotidiana y en los fenómenos más constitutivos de la persona. Quizás fueron muchos los cuerpos que lo presintieron, pero no fueron tantas las mentes que se permitieron encontrar en la música las claves de una época. Todos escuchamos música y ésta atraviesa nuestra vida, llega a nosotros de forma mucho más directa que la mayoría de los discursos. Nuestro cuerpo mismo, caja de resonancia del pulso más embrionario, tiene ritmo y responde a una sonoridad. En la entonación de nuestras frases, en el tiempo de nuestros pasos y en el timbre de nuestra voz, somos música. ¿Cuántos recuerdan mejor una época de su vida por la banda que escuchaban antes que por las fechas del calendario? ¿Cuántas personas quedan evocadas para siempre en una melodía y cuántos sueños se engendraron en la frase de una canción? ¿Cuánto de nuestra piel está teñido de la danza que creamos para el ritmo de moda? ¿Cuántas películas recordamos mejor por su banda sonora que por el nombre de los actores? Entonces, en vez de marginarla a una práctica secundaria de la vida social, preguntémosle a la música por el tejido de una época y preguntémonos cuánto de esa época es generado por la propia música.
Si decimos 2001, decimos crisis, y eso en música se dice así: cumbia villera. Con rallador y con teclado. Cuando el menemato llegaba a su fin (pero sus consecuencias se sentían cada vez más duras), empezaron a sonar los primeros discos de Yerba Brava, Guachín y Flor de Piedra. Pablo Lescano, creador de esta última y luego de Damas Gratis, fue bautizado por los medios como el padre del género y fue perseguido por las cámaras con una mirada entre inquieta, circense y temerosa. En julio de 2001, declaraba en una entrevista para la Rolling Stone: “Cuando armé Flor de Piedra, me trataron de loco, me dijeron que estaba tirando abajo a la cumbia, con lo que nos costó adornarla, ponerle volados… Nadie me daba bola. Entonces ahorré hasta que pude formar un grupo y grabar una producción independiente. Me pagué el estudio de mi bolsillo, produje a Flor de Piedra y le di el master a un pirata para que lo editara él… Recién cuando vieron que vendía, las compañías se empezaron a calentar…”. Y que sirva de respuesta para la crítica berreta que acusa a la cumbia villera de ser un invento de la industria discográfica y bailantera. Ahora, que con los “negros villeros” se llenaron de guita, nadie lo duda. Para el 2001, se calcula que la venta de discos trepaba las 300.000 copias, sin contar el número arrollador de ediciones piratas y la otra mina de oro que se explotaba a varios shows de cada banda por noche. Con el éxito comercial llegó la masividad espectacular, y, en palabras del sociólogo y doctor en antropología Pablo Semán, compilador, junto a Pablo Vila, del libro “Cumbia. Nación, etnia y género en América Latina, en el centro de la escena estaban “jóvenes, pobres, desempleados, con mucho tiempo libre, con presencia de las drogas y de los medios de comunicación en sus vidas cotidianas, con la posibilidad de hacer música, dijeron: ‘nos dicen que somos esto, nos vamos a cagar de risa de lo que dicen que somos nosotros, y esta va ser nuestra manera de devolver una imagen desafiante’. La cumbia villera fue una música de protesta en tanto consistió en mostrarle al mundo que los miraba la mierda en que se había convertido”. En ese primer disco de Flor de Piedra sonaba: Le dicen gatillo fácil / para mí lo asesinó / a ese pibe de la calle / que en su camino cruzó. / Vos / sos un botón / Nunca vi un policía / tan amargo como vos. (“Gatillo fácil”, Flor de Piedra).
Pero son muchas otras las cosas que sugiere Lescano en esas palabras. En principio, dice mucho de la forma de producción que se entrelaza con la cumbia. No puede pasar desapercibido, y es parte del contexto de surgimiento del género, que un pibe del barrio “La Esperanza” de San Fernando, con poco más de 20 años, pueda juntar unos pesos y grabar su propio disco. Esos 90’ de flexibilización laboral, de desempleo, de retraimiento de lo público, de economías informales y de la pobreza más acérrima, fue también la década del abaratamiento de los instrumentos y de la posibilidad de producir música a bajos costos. Semán afirma: “Cambió la dinámica de formación de grupos, de organización de la música, era posible hacer música y ganarse unos pesos, aún en sectores populares”. En esta historia de rupturas, también se inauguró una nueva estética, que se cagaba en los pelilargos – carilindos de guitarras sin enchufe y gargantas de playback de la bailanta de los años anteriores, y remplazó el raso por el jogging y las zapatillas de marcas truchas. Que los pibes que se subían al escenario se vistieran como todos los días tenía que ver con que la cumbia villera trataba, justamente, de lo que pasaba todos los días. En ese sacarle “los volados y los adornos” a la cumbia, la cumbia villera se distanció del estilo prexistente, como señala Semán: “Para nosotros – alude a la clase media -, cumbia, chamamé, música tropical es más o menos lo mismo, y todo la misma mierda. Para esos pibes producir cumbia villera fue más o menos como para Spinetta producir el rock nacional en contraposición al Club del Clan. Ellos generaron un nuevo estilo musical”. La cumbia villera mandó al traste a los representantes de la cumbia de la patria de la “pizza con champagne” que, prolijos para que las clases medias altas los reciban en sus fiestas, cantaban edulcoradas canciones de amor. Richard, el guitarrista de Damas Gratis, lanzaba en la citada entrevista para Rolling Stone: “A mí me parece que Damas Gratis y la cumbia villera son a la cumbia lo que el punk es al rock. Fijáte: cualquiera puede tocar, no hace falta saber música para tocar esto. Si sonás para la mierda, no importa. Lo esencial es expresarte. Eso es el punk y eso es Damas Gratis.”
La cumbia villera o el neo-punk del conurbano, no tardó en ser tildada de apologética de mil demonios. En julio de 2001, el COMFER emitió el documento “Pautas de evaluación para los contenidos de la cumbia villera”, que enuncia: “Las letras de los temas musicales de la denominada cumbia villera hacen referencia, entre otras cuestiones, a la realidad social imperante en los barrios marginales –tal como la delincuencia, la persecución policial y la escasez de recursos–, al rol de la mujer y al consumo y tráfico de sustancias psicoactivas”. El informe está firmado por el grupo de investigación de Sustancias Tóxicas del Comfer, y cierra con las pautas de infracción y un pintoresco glosario de terminología callejera, que despeja dudas lingüísticas como “Cocaína: merluza, merca, lady, dama, polvo blanco, piedra, Blanca Nieves” o “Descontrol: sinónimo de un situación de diversión exacerbada por el consumo de alcohol o drogas que en algunos casos se presenta con fiesta de fondo” (http://www.elortiba.org/pdf/cumbia_villera2.pdf). Al año siguiente, con el pueblo en llamas que Duhalde intentó apagar a escupitajos, el Ejecutivo decidió hacer pagar las infracciones a los canales que dieran espacio a los grupos de cumbia villera. Así, cuando Damas Gratis obtuvo el premio Clarín como revelación de la canción testimonial, los programas de televisión Pasión Tropical y Siempre Sábado dejaban de difundir a estos músicos. Semán invita a la reflexión: “La cumbia se hizo acreedora a todas las acusaciones, incluso en nombre de motivos legítimos, porque la cumbia podía ser el prototipo de la pobreza de la cultura pobre porque era repetitiva teóricamente, y encima era muy poco defendible porque aparecía como machista. Pero frente a la idea de que es repetitiva, uno se permite decirlo de la cumbia, pero no de otro género. La repetición es un elemento constitutivo de la música y un elemento constitutivo del placer. Y, por otro lado, todos podemos autorizarnos a escuchar a Los Auténticos Decadentes y no tenemos ningún problema si dicen ‘entregá el marrón’, o nuestra generación, de ninguna manera nos cuestionábamos si en el rock había elementos hipermachistas desde canciones de los Beatles, hasta el Blues del Levante de Sui Generis. ¿Por qué ver el machismo en los sectores populares y en los géneros que ellos escuchan, y no en el nuestro?”
Con esa caminata no precisas bailar / Tu mueves esa cola de aquí para allá/ No muevas esa cuna que yo me pongo gede / No muevas esa cuna me despertás el nene (“Berretines de Verduga”, Los Gedientos de Rock). Y sí, la cumbia villera es, ante todo, baile y sexo. Hay algo del deseo encarnado, del placer hecho sudor en un boliche, y para hablar con propiedad, de las ganas de coger performadas en una pista de baile. Y la cumbia la bailamos todos, y unas cuantas nos levantamos la pollera y movemos la pelvis más de lo que nos gusta admitir. La cumbia villera está también en relación dinámica con un cambio cultural respecto de la sexualidad, en el que ésta se enfatiza, se vuelve tema de revistas especializadas y cambia lo que se puede decir y hacer del propio repertorio sexual. Como señala Semán, hay una activación, otra manera de vivir la sexualidad, tanto de parte de hombres como de mujeres: “El baile se desnormativiza y se vuelve más posible, mucha más gente puede bailar, cada uno como se le ocurre. Y entra la sexualidad de una forma mucho más que metafórica e indirecta, en una relación bastante polémica y despareja con la reproductividad y la matrimonialidad. Una sexualidad que no es necesariamente la del amor y la de la pareja se abre de una manera clara y legítima para los hombres, pero no diría que no se abra para las mujeres.” Con el intento de ir un poco más allá del mote que cayó más inmediata y fuertemente sobre la cumbia, el del hipermachismo, Semán intenta poner en juego cuál era la experiencia popular, en toda su fragmentariedad, incluso del punto de vista de las mujeres que bailan cumbia. Sonaba por aquellos años: Ay Andrea vos si que sos ligera / ay Andrea que astuta que sos / ay Andrea te gusta la fija / ay Andrea que astuta que sos (“Andrea”, Los Pibes Chorros”). No se trata de negar el componente violento, ni que son los hombres los que cantan el deseo de las mujeres, sino de señalar que quizás la cumbia expresa nuevas feminidades y una activación sexual por parte de las mujeres que a los hombres se les escapa y los hace sentirse amenazados. Pero claro, como dice Semán: “Con un repertorio limitado de categorías no hay muchas opciones: las mujeres son pasivas o, si se activan, se masculinizan. Es como decir que las letras de cumbia son machistas porque dicen que las mujeres les chupan la pija a los hombres, pensando que a las mujeres no les gusta. Es cierto que toda la cuestión del placer, del deseo y la sexualidad aparece en marcos de largo plazo androcéntricos, pero al mismo tiempo, porque se están modelando nuevas sexualidades, esos mismos marcos pueden empezar a ser cuestionados.”
Esta “música de pobres / musicalmente pobre” fue la música de una generación y de un momento, la música de la joda como trasgresión, donde entraron el alcohol, la droga y el sexo, con sentidos producidos e interpretados de formas múltiples al interior de los sectores populares. Estos jóvenes se apropiaron de su tiempo y encontraron en la cumbia el espacio donde ensayar y constituir experiencias disímiles en relación a la familia, la autoridad, la sexualidad, el placer y las sustancias. Y el cierre es de Semán, que agrega: “Todo lo que hacía a la cumbia como música de protesta tuvo una duración limitada, porque cambió la situación social en la que emergió. Al mismo tiempo, la cumbia villera ayudó a consagrar a la cumbia como el espacio del baile privilegiado, y en su éxito rehabilitó a todas las cumbias juntas. Después vino un largo período de normalización de la cumbia, porque se transformó en la música de un grupo social y de una generación, casi como en los 80 el rock para los sectores medios. La cumbia a partir del 2004 se abrió plenamente a otras sonoridades, reggaetón y música electrónica, la cumbia villera se transformó a sí misma.”
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sábado, febrero 16, 2013
Entrevista a Rubén "El Gallego" Espiño
Rubén Espiño, alias "el Gallego", es psicólogo, sonidista, serigrafista, bailarín de flamenco, boxeador. Pero, mejor, como él mismo se define: “Un artista dedicado a la murga”. Fundó su murga "Atrevidos por Costumbre" en 1995.
Verde, blanco y violeta. Esos son los colores de Atrevidos por Costumbre de Palermo. La murga nació en la esquina de Gurruchaga y Honduras, de la mano de su director Rubén Espiño, alias el Gallego. De Palermo de toda la vida, popular en el barrio, le baten que es pintón como Mel Gibson. Es psicólogo, sonidista, serigrafista, bailarín de flamenco, boxeador y “artista dedicado a la murga”, como el mismo se define.
La primera salida de Atrevidos por Costumbre de Palermo fue en noviembre de 1995. Actualmente ensayan en Darwin esquina Honduras. Ahí se preparan todo el año para salir en Carnaval. El Gallego es uno de los principales letristas de la murga. “Donaires de rebelión”, “el suelo vibra a su son”, “nostalgia de algún tambor” que logra con su “sabor” que las gentes “carboneen su piel danzando”, dicen algunas de sus letras. También las tiene políticas, estrofas enteras dedicadas “Para Clarín y Nación/Para Tinelli y Susana/El hambre de este país/Se arregla con picana/ Ya tenés tu policía/ Macri no abrás la boca/ Ya tenés puesto el bigote/ Ahora ponete las botas”. O también, “Al llegar las elecciones/ Los peores culebrones/ Empiezan a aparecer/ Todo el mundo en las promesas/En su pasta de cretino/ Los políticos argentinos/ Piquetean la TV”.
Espiño habla de una sociedad candombera, de peronismo y murga, de tango y danza afroamericana. La murga, dice, es un mosaico de todo eso. El Gallego afirma que Palermo es uno de los barrios más murgueros de la Ciudad y desliza una preocupación: “Se está perdiendo la dimensión cultural del barrio por el boom comercial e inmobiliario”.
–¿Cómo aparece la murga en tu vida?
–La primera vez que salí en una murga tenía cuatro años. La historia viene de antaño, vengo de familia murguera. Yo tenía una abuela hermosa, una abuela murguera, peronista y húngara. Estuvo con la murga del ’45 al ’50 y pico. Era una época en donde las mujeres no salían con las comparsas, no se podía. Pero entonces mi abuela estaba ahí como la patrona de la murga, prestaba su casa para los ensayos, ayudaba con los vestidos. Los Locos del Cuarto Piso se llamó la murga que fundó ella. Yo me crié en ese contexto. Hay más murgas que murgueros y en general las murgas añoran algo que no vivieron, no lo conocieron, porque no lo vibran desde su niñez. A mí no me da de comer, pero me hizo entender el mundo de otra manera.
–¿Qué relación hay entre peronismo y murga?
–El 95% de las murgas son peronistas. El famoso bombo peronista que tenemos en el corazón llega por la murga. Casi todos mis compañeros de murga son peronistas. En los años ’50, los carnavales fueron furor y el peronismo estaba en su esplendor. La murga le dio el bombo. ¡Que no es poca cosa! Por eso es que las murgas fueron perseguidas durante las distintas dictaduras, porque eran peronistas. Mi vida es murga y peronismo. La murga es mi forma de militar. Cuando murió Perón, a los dos o tres días yo lo fui a ver, lo pude tocar en el féretro. Yo tenía seis años.
–¿Es un karma representar a Palermo entre los murgueros?
–Es que en realidad Palermo es el barrio más murguero que existe. Yo soy de acá de toda la vida pero es cierto que no quedan vecinos. Esto es un shopping al aire libre, su identidad es el sobreprecio y lo más importante: la estética bisexual sin elección de objeto es primordial. Horrible. Acá en Palermo teníamos una dimensión cultural enorme, hoy se perdió y a nadie parece importarle. A mí sí. Y a muchos compañeros también. Entre los Atrevidos de Palermo, hay muchos que ya no viven acá, pero que siguen eligiendo venir a la murga porque es la manera de volver a la infancia, cuando esto sí era un barrio. Con vecinos. Con gente de verdad. No con modelitos de revista cool.
–¿Cuál es la relación que tienen con el Gobierno de la Ciudad?
–No hay relación. Macri siempre recortó el presupuesto de los carnavales, es un destructor de la cultura popular. La murga no puede acordar nada con él. Los carnavales convocan a más de un millón de espectadores por año. Qué se puede esperar de un tipo que atacó al Teatro Colón, cerró la orquesta académica, desfinanció los teatros oficiales y centros culturales, mató al circo. Qué le podemos pedir a un tipo así. Un cabeza de serie no puede ser macrista. ¿Y la Metropolitana? Es la policía de Cartoon Network.
–¿La murga puede ser una herramienta política?
–Mi forma de militar es la alegría. Mi identidad se forjó en la murga. Mi compromiso político también. A mí me gusta hablar de la valentía erótica que me dio la murga. Gracias a la murga hice muchas cosas, como bailar flamenco, componer canciones, estudiar y hasta boxear. Y si me hablás de política, sólo basta con mirar nuestros trajes. En las mayoría de las murgas abundan las manos en V, Perón, Evita y la presidenta Cristina Fernández.
Crítica
Letra: Rubén Espiño
A veces me pregunto, ¿por qué mienten tanto?
A veces me pregunto, ¿por qué son así?
A veces me pregunto, ¿por qué el morbo es tanto?
Parece que matarnos los hace feliz
A paso bien redoblado
Nuestra patria financiera
Cuando reprime va al grano
Y se hace patria sojera
Distribuir la riqueza
Algo que tienen vedado
Y con aumentos de precios
Te hacen los golpes de Estado.
Esto es el colmo del morbo
El súmun de lo ordinario
Que baile todo un país
El sueño de un millonario.
Si no pagan retenciones
No salimos de plebeyos
Ellos en cuatro por cuatro
Todos con la soga al cuello.
En un palacio muy fino
Donde fabrican primicias
Tengan la inseguridad
Reprimen con las noticias.
Y con su red de espionaje
Los medios hacen los piquetes
No lo tienen a James Bond
Tienen a James Ciro Siete.
Después de tantas traiciones
Que le hicieron a la gente
Regresan los muertos muertos
Se hacen llamar disidentes
Un tuneado peronismo
Que operan como villanos
A la cabeza va Duhalde
Y en el culito, Manzano.
Y a los cobardes morales
Que no se hagan los vivos
Si cuando hay que ponerlas
Su voto no es positivo.
No terminan un gobierno
Se van antes porque arrugan
Y no se olviden que Cobos
Es un clon de De La Rúa.
Fuente: Clarín Espectáculos 1998
El clásico del Río de la Plata
Uno es el líder de Falta y Resto, la prestigiosa murga montevideana. El otro, de los
porteños Atrevidos por Costumbre. Juntos reflexionan sobre las diferencias de las
agrupaciones carnavaleras del Plata.
NORA SANCHEZ
Aunque Raúl Castro y Rubén “Gallego” Espiño no se conocen, tienen mucho en común: crecieron respirando murga. El primero, uruguayo y de Peñarol, es letrista de la oriental Falta y Resto y habitual colaborador de Jaime Roos. Espiño, nacido en Palermo e hincha incondicional de Huracán, dirige y le da letra a la porteña Atrevidos por costumbre.
A fin de mes, Castro va a presentar junto a Falta y Resto su espectáculo Cien años de murga en La Trastienda. Mientras, Espiño organiza a los Atrevidos... y sueña con escribir la primera ópera murga.
-¿La murga sigue reflejando la realidad?
Espiño: Para mí sí. Aparte, creo que para reflejarla el murguero tiene que vivir en forma común y tener un trabajo común.
Castro: El murguista siempre debe estar con los pies en la realidad. La murga uruguaya tiene como obligación reflejar los sucesos del año desde el punto de vista popular, agregándoles sátira, crítica y, en la despedida, un poco de editorial y emoción.
-¿Tiene función social la murga?
Castro: Para mucha gente, es una puerta de entrada para el arte, porque reúne varias disciplinas: poesía, canto y baile. Además, es gregaria, no es el arte de uno solo. Importa la murga, no el personaje. Te ponés una camiseta y defendés un cuadro. Para nosotros, la murga es la vida.
-¿Se compara con la pasión por el fútbol?
Castro: Sí, es una cosa loquísima que no pasa con otras manifestaciones. Vos te hacés hincha de una murga y si está mal la defendés igual.
-Con la restitución de la democracia en las dos orillas, ¿la murga conservó su
esencia contestataria?
Espiño: La murga principalmente hace reír y no hay hecho más contestatario que la alegría, y más combinada con poesía.
-¿A veces no abusa de la nostalgia?
Castro: Siempre derrama un lagrimón. Nuestras murgas siempre se van prometiendo volver. No sé por qué, pero los rioplatenses somos como escépticos de la alegría. Parece que estás al pedo si no tenés una pena.
-¿Cómo ven a la murga en la Argentina?
Espiño: Me parece que hay más murgas que murgueros. Acá las murgas añoran algo que no extrañan y hablan de algo que no conocieron, porque la hace gente que no la vibró desde su niñez.
Castro: Me parece que la murga argentina tradicionalmente es más para desfilar, incluso por su cantidad de integrantes, que llegan a ser hasta 70, cuando en Uruguay son alrededor de 15. La uruguaya es más una exposición teatral sobre un escenario.
-¿La murga conserva su amateurismo original?
Castro: Sí, en Uruguay la gran mayoría de los murguistas vive de otra cosa. Yo, por ejemplo, vivo de la publicidad.
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sábado, febrero 09, 2013
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