lunes, enero 22, 2007

Carnaval *
Por Ariel Prat

Batía el glosista:
“¡Carnaval! Fantochadas y canciones hasta arder la madrugada/ murga mía que me tientas con tu ritmo marginal/ sos el teatro de los pobres/y el deseo de esas pibas que no dejan desfilar…”
De aquellos “cuatro días locos” mentados hasta hoy, en que absurdamente nuestra fiesta pagana sigue sin recuperar su rojo por un rancio decreto militar, no por ello ha perdido su sentido y disfrute, la tradición del “desorden autorizado”- como escribiera Sarmiento, quien como Rosas, disfrutaron sufriendo el rito en todos sus excesos con posteriores consecuencias en reglamentaciones y prohibiciones- se renueva año tras año en nuestro país y en cada región se copan las calles con la ilusión popular, pudiendo decir que en varias regiones más allá del fuerte resurgir murguero en Buenos Aires; el ritmo, el baile y el color se trasladan fuera del límite del calendario y son cientos de miles de jóvenes en su mayoría, que hacen de la expresión carnavalera un instrumento de identidad cultural y social, participando activamente en manifestaciones reivindicativas, actos escolares y barriales con todos los condimentos para verificar el enunciado satírico de que visto lo visto en este país “todo el año es carnaval”.
De pibe esperábamos con ilusión al carnaval, el juego del agua con los vecinos, el corso y las murgas a las que imitábamos en la esquina vestidos de arpillera, saltando en círculos alrededor de una farola bajo el embrujo de las cacerolas devenidas en bombos (aquellos que aportarían al folclore político su empuje y ubicuidad y no al revés). Bombos con chapa y silbato que saludan con secreta conspiración los toques de aquella negritud ocultada pero imitada más tarde por los señoritos blancos desde los primeros corsos en una Argentina que crecía a los tumbos y obstinadamente desde el Río de la Plata; el sincretismo posterior generaría que en cada lugar de cada provincia adoptaría el carnaval sus alternativas y creo que hoy, sin pudores, podemos, debemos mirar y escuchar con más atención a nuestros requiebres corporales y sonidos, sin copiar ni envidiar a ningún buen vecino.
Suelo decir en el caso del murguero argentino, que es el eslabón perdido entre el compadrito y el negro, que en los carnavales basta con ver desfilar a cada agrupación su destreza, una especie de sentimiento común de rabia y orgullo que se baila.
Como parte de este movimiento, creo que más allá de exigir razonablemente que vuelva el feriado de la sinrazón tan querido; por pertenecernos, por la alegría merecida de un pueblo y por la fiesta en sí; es la creatividad y la sensualidad popular la que está en juego y que crece por suerte más allá del mundo que nos quieren convencer para adoptar y reverenciar: ¡Minga!, por eso me despido en la mía, cantando: “…vayan y vengan costumbres/ traigan rave o telgopop / no podrán con nuestra esquina/ ninguna enfermera jaula/ ni un carnaval de Nú York…”
¡Adianchi Momo!

Visitá al autor en: www.arielprat.com.ar
Ariel Prat es músico y cantor, además murguero, radicado en España. Su ultimo disco se llama “Los Transplantados de Madrid”-la murga camina-
Regresa en febrero para actuar en el Festival Internacional de Tango el 28 de febrero en el Teatro de la Ribera y entre otras actuaciones un ciclo en el Torquato Tasso. Además de presentarse habitualmente en Europa, suele ofrecer charlas y “stages” sobre la murga Argentina con demostraciones de baile incluidas)

*Versión completa de la nota publicada en forma parcial en el Diario Clarín del día domingo 22 de enero de 2007.

domingo, enero 14, 2007



A fines de los años sesenta, Pedro Orgambide escribe "La Murga", cuento que de entrada se asemeja a la crónica de una jornada de carnaval para luego trocar en alegoría sobre la historia argentina desde la conquista hasta las bombas y las ametralladoras más contemporáneas. Orgambide amalgama y condensa en ese malón murguístico que se desplaza o, mejor dicho, no se desplaza sino que muta desde lo primigenio perdurable e invariante, distintos episodios de la vida en estas latitudes sudamericanas, evocando luchas, pulsiones e identidades mezclando niveles temporales y simbólicos. ¿Qué es lo que tan magistralmente capta Orgambide desde su escritura? La forma peculiar en que se presentan las prácticas y las representaciones de lo multitudinario en la orilla izquierda del Río de la Plata.


La Murga

Por Pedro Orgambide *


El estandarte bamboleaba, rítmicamente, su calavera. Al compás del bombo, Los Indios avanzaban hacia la ciudad en rápidas, elásticas contorsiones, mientras el director, con su lanza -un palo de escoba con asta de lata -señalaba, a lo lejos, el esplendor de la fiesta. Su mujer, con un chico en los brazos y una pulsera de hueso en el tobillo izquierdo, se balanceaba, obscena, ante la mirada divertida de los parroquianos de un bar que, a su paso, le tiraron maníes y le gritaron mona. Eso fue el comienzo de las incidencias (o el pretexto, quizá) del malentendido. Los Indios, humillados por la insolencia de los gringos -casi todos eran gallegos y portugueses afincados a un costado del Riachuelo- entraron en el bar Buenos Aires a pedir explicaciones. Pudo ser el aspecto feroz de los visitantes o (es probable) la falta de un lenguaje común, lo que tornó confusas las acciones, como dijo después un comentarista de fútbol. Lo cierto es que el patrón del establecimiento, un tal Garay, ordenó a sus mozos atrincherarse detrás del mostrador. Entre tanto Los Indios se ubicaron en las mesas, golpeando con sus manos, platos y sonajas, pidiendo vino a gritos, exigiendo justicia. Garay llamó a uno de sus mozos y le ordenó que se comunicara con la Comandancia, pero cuando fue hacia el teléfono, un botellazo lo disuadió. Los españoles, al ver caer a su víctima, respondieron al ataque y alguien nombró a Castilla en medio del tumulto.

Impasible, Gardel sonreía desde el almanaque. Quiso la mala suerte que alguien actuara de mediador invocando al dios de los cristianos. Un flaco vendedor de Biblias conocido en el barrio por sus delirios místicos y su tendencia a la misericordia, oraba entre los sitiados y los invasores, reiteraba la frase del Mesías, aquello del amaos los unos a los otros. Silbó en el aire una boleadora pampa y el místico cayó con el cráneo partido. "Bestias sin odios", gimió Garay detrás del mostrador. Su lugarteniente, su socio, su primo, fue hasta la caja registradora para evitar el robo. Otro, con el extinguidor de incendios en la mano, se abalanzó, decidido, hacia las llamas.

Borrachos, cansados, victoriosos, Los Indios continuaron su marcha. El incendio ya era memoria y, cuando subieron la loma del Parque Lezama, algunos se tumbaron panza arriba, los ojos fijos en la Cruz del Sur. La frescura de la noche, el olor tibio de las plantas, la cercanía del río, todo hizo posible el acoplamiento de los cuerpos. Nadie reparó en esa mujer blanca (que habían arrastrado de los cabellos al salir del almacén) que ahora se tiznaba y ahumaba su cuerpo en un voluntario acatamiento de la ley de la tribu. Tampoco ella recordaba otra cosa que no fueran esas manos oscuras y esos dientes muy blancos del hombre que la tomó en la loma. Siguieron, pues, la marcha, aliviados de penas y remordimientos. La mujer del director (algunos la llamaban Madre) repartía matracas y cornetas entre los chicos; atrás iban los viejos, la chusma que imitaba, sin fuerzas, la danza de los jóvenes. A los saltos. Como quien doma un potro, los guerreros bailaban al compás del bombo. Entraron en San Telmo.

Los recibió un baldazo de agua, un improperio, varias pedradas, un viejo con peluca que, disculpándose, les dijo que los habían confundido con una comparsa, la de Los Ingleses que venían metiendo bochinche desde el río.

"Con ustedes no es la cosa -dijo -somos todos hermanos": Hablaba bien el viejo, tanto que ellos sintieron una especie de dicha, algo parecido al respeto por sus pilchas mugrientas. Contentos, locos de gusto esperaron la entrada de la comparsa enemiga, lujosa de banderas, de uniformes colorados, charreteras y fanfarria. Los que vieron aquello dicen que las mujeres y los chicos tiraban agua desde las azoteas. Los exagerados, los fanáticos, aseguran que vieron caer aceite hirviendo. De todos modos, se peleó lindo en San Telmo, durante horas y horas; la comparsa de un lado, la murga del otro. Esos eran Carnavales, no los de ahora. El director (lo llamaban Jefe) llevó a los suyos más allá de Palermo. Y allí siguió la fiesta, pero ahora con cantos, vino, mujeres, carne, todo a lo grande, a lo criollo. Se bailó mucho, entre asadores humeantes, mientras los chicos jugaban a la pelota con las vejigas hinchadas de aire que traían de los mataderos. Algún cajetilla (nunca faltan críticos cuando un pobre se divierte) frunció el ceño ante el espectáculo. "Paciencia -dijo el Jefe- él se la buscó". En broma, como quien no quiere la cosa, le bajaron los pantalones y le escupieron allá donde usted sabe, y lo patearon un buen rato y los dejaron tumbado en una zanja, por marica y por jetón. El baile siguió y, según dicen, los tambores se oyeron en toda la ciudad.

Ellos querían llegar a la Avenida de Mayo, pero tuvieron que demorarse en Flores, en corsos vecinales, en competencias sin importancia. Así vieron pasar las carrozas virreinales, los cabriolés, los landós, los humildes coches de plaza, las ruedas trabadas de serpentinas. Por juego o por ofensa, alguien los provocaba tirándoles papel picado cuando abrían la boca, restregándoles un plumero por la cara. Las murgas iban perdiendo prestigio y las comparsas ganaban el favor de la gente decente. De todos modos, ellos le daban al bombo y seguían bailando.

Unas monedas tiradas con desgano fue la paga que recibieron por su danza, a la que tuvieron que acompañar -para darle el gusto a los clientes- con versos zafados y gestos procaces.Sin embargo, el estandarte de la calavera continuaba inspirando miedo a los mirones; un miedo inconfesado en tanta mascarita feliz, llena de tules, perfumada con éter del pomo. Miedo sí, aunque todos se rieran de Los Indios, que seguían domando, en la calle, un potro invisible. Entre tanto Garay, sobreviviente del incendio del Riachuelo, informaba a la policía sobre aquel desdichado suceso, y una patrulla se lanzaba sobre el Parque Lezama con bombas lacrimógenas, palos y perros. Fue una búsqueda infructuosa, una operación inútil.No obstante, los perros olfatearon el rastro que los llevaba hasta San Telmo. Allí, el subcomisario hizo una inspección ocular y tomó declaración a un anciano que conversó una descripción prolija del encuentro con Los Ingleses. En la comisaría, entre unas prostitutas borrachas y un formal reducidor de oro, el viejo contó otra vez la hazaña de la murga. Un oficial joven advirtió ciertas contradicciones, ciertos anacronismos en la declaración del viejo. Quedó incomunicado, mientras gritaba su verdad y pedía una manta para cubrir su cuerpo. Sin domicilio ni oficio conocido (mas tarde se supo que había escapado del manicomio de Vieytes) el viejo juraba por Dios que no mentía, que tenía doscientos años, que todo lo había visto con sus propios ojos. A la mañana murió, de frío seguramente.

Poco más tarde, se presentó en la comisaría un inglés alto y bien vestido, representante de la comparsa. Pidió garantía para su gente y dijo algo acerca de daños y perjuicios y mencionó a la Reina. El sargento dedujo que se trataba de la Reina del Carnaval y comentó a un subordinado: "el gringo está en pedo". Sin embargo, acompañó al representante hasta la puerta, y cuando el otro traspuso el umbral, le hizo la venia", ... por los que putas pudiera...", meditó. Esa noche, la murga avanzó, cautelosa, hacia el centro. Pero el Jefe advirtió un sospechoso
movimiento de carros de asalto (disimulados con serpentinas, guirnaldas y máscaras) y prefirió explorar un terreno conocido, menos hostil. Ordenó entonces dirigirse al Parque Retiro, por las calles del bajo, y evitar, lo posible, todo contacto con las suntuosas comparsas de la Plaza San Martín. Por su parte, La Madre repartía golosinas a los chicos de la villas de emergencia, que se sumaron, gozosos, a la murga. Los Indios entraron al parque haciendo sonar sus latas y sus palos, enarbolando su estandarte sobre los conscriptos, las sirvientas en su día franco, los provincianos que bajaron de los hoteles de Alem, algunos en camiseta, con la toalla sobre el hombro, a medio afeitar, otros vestidos de azul, como para casarse, con el pañuelo volcado sobre el bolsillo superior del saco; todos los amigos, siguiendo las cabriolas de la murga. Ahí nacieron los cantos que mas tarde escucharía la ciudad, la jubilosa marcha que coreaban los viejos y los chicos con idéntica unción. Todos subieron a la Montaña Rusa, en carros que chirriaban cargados de gente y júbilos y gritos de insolencia. En lo alto, el Jefe enarboló su lanza, señaló la ciudad, todavía extranjera para él, vio, adivinó el futuro de esas calles que había recorrido con la murga.

Los perros le seguían el rastro. Ladraron, en Palermo, a las sombras de sus hombre, mordisquearon los restos del festín. Los oficiales, acompañados de algunos civiles -Garay, el inglés y otros damnificados- revolvían en la basura. Uno encontró la pulsera de hueso de La Madre, el gallego una peineta que había pertenecido a su mujer y que él besó, llorando, entre tanta inmundicia. Alguien afirmó que habían tirado a un hombre en una zanja, otro dijo que rompieron faroles y que orinaron en un monumento público, una mujer cuchicheó en la oreja del más joven de los policías y éste anotó "acciones incalificables, malos tratos", mientras se ruborizaba. La noche, más allá de Plaza Italia (entre la estatua de Garibaldi y el puente de fierro de Pacífico) olía a cerveza, a mujer, a chamamé, a mueblada, a sudor, a manoseados billetes, a pizza, a mingitorio, un perfume procaz que el olfato de los perros aspiraba en busca del rastro de Los Indios.

Ladrando, babeando de sed, los perros se internaron en el bosque. Atrás, las linternas de los policías, como luciérnagas, parpadeaban entre los árboles. Garay, armado de una espada (quizá fuera un cuchillo de almacén, era difícil distinguir en la oscuridad) clamaba contra las bestias sin Dios. El inglés excitado y probablemente borracho, injuriaba en su idioma a los hijos del país, a los salvajes que lo habían humillado. Con sus binoculares sobre el pecho, juró reconquistar la ciudad, doblegar el orgullo de los nativos. La luna, roja como una sangrienta premonición, apareció arriba del puente con el silbato de una locomotora.

La Madre, con los brazos en alto, la luna en el medio, pontificaba sobre una mesa de fierro, rodeada de su gente, de viejitas que le besaban las manos y le pedían cosas, milagros casi, que ella repartía generosamente. (Pero quizás esa es la imagen de otra noche, no de aquella en el Parque Retiro.)Los Indios, con la boca llena de pochoclo y manzanas asadas, subieron a los juegos. Querían llevarse los autitos. El Jefe desde el Látigo, les ordenó prudencia. La mujeres, con los vestidos levantados hasta la cintura, daban vueltas allá arriba, en los aviones. Entró la murga en el salón de los espejos y los gordos se vieron flacos y los pobres se despertaron ricos, y de esa confusión, de esa ilusoria beatitud, el Jefe sacó una esperanza, proyectó su fe, la contagió a los suyos. La murga se adueñó entonces de los rifles de los quioscos; los Tiro al Blanco quedaran despoblados, empobrecidos en la mitad de la fiesta. Se formaron grupos de defensa, se temió por la propiedad privada, por los excesos de esa turba que bailaba bajo la calavera y que ahora, ebria de confianza, se lanzaba al asalto de la ciudad.

"Hay que levantar los puentes", ordenó el comisario. Garay, como de piedra, frente a la Casa Rosada, señaló con el cuchillo aquello que, al principio, pareció un sueño. Los Indios refrescaban sus pies en las fuentes de la Plaza, pedían a su Jefe que, en el tumulto, había desaparecido y, según decían, estaba prisionero. Con horror. Garay recordó a Gardel, sonriente y compadrito, en el almanaque. Ahora estaba allí, en el balcón de la Casa, con los brazos en alto. De vergüenza, de miedo, cerró los ojos. Vio (dos veces vio su muerte) cómo incendiaban el boliche y salían con las antorchas, ofendiendo a su Dios. El vendedor de Biblias, arrodillado frente a la Catedral (o quizá todavía estaba allí, en el almacén, rezando entre los botellazos) se desplomó de una pedrada. Alguien dijo que estaban quemando la bandera.

Como en toda historia, como en toda la vida, los datos son imprecisos. Según dicen, La Madre murió misteriosamente al ver amenazada la suerte de sus hijos. Estos levantaron altares en las plazas, rezaron durante horas, velaron su cadáver bajo la lluvia que apagaba los últimos fuegos de esa noche. Según otros, tal devoción fue una herejía, un acto de barbarie. Dicen que al terminar el Carnaval quemaban muñecos de paja vestidos de cura. Pero bien puede ser esta una calumnia del la señorita del corso de San José de Flores, un infundio de las máscaras de la Plaza San Martín que bajaron hasta el Parque Retiro montadas en los carros de asalto de la policía. Es difícil saber a qué hora llegaron los perros allí, en qué preciso instante la pesadilla se transformó en historia. Se asegura que alguien robó el cuerpo embalsamado de La Madre y lo arrojó al río; otros lo niegan o callan por ese pudor que despiertan los muertos. Lo cierto es que cuando comenzaron los disparos, cuando se oyó el crepitar de las ametralladoras y el estallido de las bombas, la murga bailó con más fuerza que nunca, con una energía multiplicada por la sangre y el pánico; bailó, mientras caían, uno a uno, sus hombres, felices y fanáticos bajo el estandarte de la calavera. Al compás del bombo, Los Indios danzaban con rápidas y elásticas contorsiones, mientras el Jefe con su lanza -un palo de escoba con asta de lata- señalaba, a lo lejos, el resplandor de la fiesta.


*Publicado en Antología Carnaval, Carnaval, Buenos Aires, Ed. Hernández, 1968
Imagen: Carnaval de Enrique Larrañaga

jueves, enero 11, 2007




Cadáver. Desaparecida. Si viviera. Mitificada. Reescrita. Llorada. Maldita. Apropiada. Resignificada. Canibalizada. Fetichizada. Robada. Cuerpo. Eva. Ultrajada. Odiada. Embalsamada. Sepultada. Evita. Martirizada. Mujer. Idolatrada. Blasfemia. Vive.



EL CADAVER

Néstor Perlongher

¿Por qué no entré por el pasillo?
Qué tenía que hacer en esa nochea las 20.25,
hora en que ella entró,
por Casanova
donde rueda el rodete?
Por qué a él?
entre casillas de ojos viscosos,
de piel fina
y esas manchitas en la cara
que aparecieron cuando ella, eh
por un alfiler que dejó su peluquera,
empezó a pudrirse, eh por una hebilla de su pelo
en la memoria de su pueblo
Y si ella
se empezara a desvanecer, digamos
a deshacerse
qué diré del pasillo, entonces?
Por qué no?entre cervatillos de ojos pringosos,
y anhelantes
agazapados en las chapas, torvos
dulces en su melosidad de peronistas
si ese tubo?Y qué de su cureña y dos millones
de personas detrás
con paso lento
cuando las 20.25 se paraban las radios
yo negándome a entrar
por el pasillo
reticente acaso?
como digna?
Por él,
por sus agitados ademanes
de miseria
entre su cuerpo y el cuerpo yacente
de Eva, hurtado luego,
depositado en Punta del Este
o en Italia o en el seno del río
Y la historia de los veinticinco cajones

Vamos, no juegues con ella, con su muerte
déjame pasar, anda, no ves que ya está muerta!

Y qué había en el fondo de esos pasillos
sino su olor a orquídeas descompuestas,
a mortajas,
arañazos del embalsamador en los tejidos
Y si no nos tomáramos tan a pecho su muerte, digo?
si no nos riéramos entre las colas
de los pasillos y las bolas
las olas donde nosotras
no quisimos entraren esa noche de veinte horas
en la inmortalidad
donde ella entraba
por ese pasillo con olor a flores viejas
y perfumes chillones
esa deseada sordidez
nosotras
siguiéndola detrás de la cureña?
entre la multitud
que emergía desde las bocas de los pasillos
dando voces de pánico
Y yo
le pregunté si eso era una manifestación o un entierro
Un entierro, me dijo
entonces vendría solo
ya que yo no quería entrar por el pasillo
para ver a sus patas en la mesa de luz,
despabilando
Acaso pensé en la manicura que le aplicó el esmalte Revlon?
O en las miradas de las muchachas comunistas,
húmedas sí, pero ya hartas
de tanta pérdida de tiempo:
ellas hubieran entrado por el pasillo de inmediato
y no se hubieran quedado vagando por las adyacencias
temiendo la mirada de un dios ciego
Una actriz –así dicen–que se fue de Los Toldos con un cantor de tangos
conoce en un temblor al General, y lo seduce
ella con sus maneras de princesa ordinaria
por un largo pasillo
muerta ya
Y yo
por temor a un olvido
intrascendente, a un hurto
debo negarme a seguir su cureña por las plazas?
a empalagarme con la transparencia de su cuerpo?
a entrar, vamos por ese pasillo donde muere
en su féretro?

Si él no me hubiera dicho entonces que está solo,
que un amigo mayor le plancha las camisas
y que precisaría, vamos, una ayuda
allá, en Isidro
donde los terrenos son más baratos que la vida

lotes precarios, si, anegadizos
cerca de San Vicente (ella
no toleraba viajar a San Vicente
quiso escapar de la comitiva más de una vez
y Pocho la retuvo tomándola del brazo)

Ese deseo de no morir?
es cierto?
en lugar de quedarse ahí
en ese pasillo
entre sus fauces amarillas y halitosas
en su dolor de despertar
ahí, donde reposa,
robada luego,oculta en un arcón marino,
en los galeones de la bahía de Tortuga
(hundidos)

Como en un juego, ya
es que no quiero entrar a esa sombría
convalecencia, umbría
–en los tobillos carbonizados
que guarda su hermana en una marmita de cristal–
para no perder la honra, ahí
en ese pasillo
la dudosa bondad
en ese entierro




Esa Mujer
Rodolfo Walsh

El coronel elogia mi puntualidad:-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río.
Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma
concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está
rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos
roñosos.
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda
flotando como una nubecita.
-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de
Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en
la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es
cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en
ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo
levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared.
Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova
encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La
pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el
mundo. "Beba".
-Beba -dice el coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la
alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para
que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy.
Desaparece.
-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola,
protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal
vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
-DOS.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.




EL SIMULACRO
Jorge Luis Borges


En uno de los días de julio de 1952, el enlutado apareció en aquel pueblito del Chaco. Era
alto, flaco, aindiado, con una cara inexpresiva de opa o de máscara; la gente lo trataba con
deferencia, no por él sino por el que representaba o ya era. Eligió un rancho cerca del río; con la
ayuda de unas vecinas, armó una tabla sobre dos caballetes y encima una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas en candeleros altos y pusieron flores alrededor. La gente no tardó en acudir. Viejas desesperadas, chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el casco de corcho, desfilaban ante la caja y repetían: Mi sentido pésame, General. Este, muy compungido, los recibía junto a la cabecera, las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer encinta. Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba con entereza y resignación: Era el destino. Se ha hecho todo lo humanamente posible. Una alcancía de lata recibía la cuota de dos pesos y a muchos no les bastó venir una sola vez.

¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.




EVITA VIVE

Néstor Perlongher


1.
Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía, bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás, hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé, ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos. Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo apareció el patrón: "Tres días de suspensión, por bochinchera". Qué me importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda sensual y me dijo algo así como: "Veníte que para vos también alcanza". Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le dije: "Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?". El negro se mordió un labio porque vio que yo había entrado en la sofocación, y a mí, en esa época, cuando me venía una rabieta era terrible –ahora no tanto, estoy, no sé, más armoniosa–. Pero en ese tiempo era lo que podía decirse una marica mala, de temer. Ella me contestó, mirándome a los ojos (hasta ese momento tenía la cabeza metida entre las piernas del morocho y, claro, estaba en la penumbra, muy bien no la había visto): "¿Cómo? ¿No me conocés? Soy Evita". "¿Evita?"–dije, yo no lo podía creer– . "¿Evita, vos?" –y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella nomás, inconfundible con esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal. Yo me quedé como muda, pero claro, no era cosa de aparecer como una bruta que se desconcierta ante cualquier visita inesperada. "Evita, querida" –ay, pensaba yo–"¿no querés un poco de cointreau?" (porque yo sabía que a ella le encantaban las bebidas finas). "No te molestes, querida, ahora tenemos otras cosas que hacer, ¿no te parece?" "Ay, pero esperá", le dije yo, "contame de dónde se conocen, por lo menos". "De hace mucho, preciosa, de hace mucho, casi como del África" (después Jimmy me contó que se habían conocido hacía una hora, pero son matices que no hacen a la personalidad de ella. ¡Era tan hermosa!) "¿Querés que te cuente cómo fue?" Yo ansiosa, total igual tenía el encame asegurado: "Sí, sí, ay Evita, ¿no querés un cigarrillo?", pero me quedé con las ganas para siempre de enterarme de esa mentira (o me habrá mentido el negro, nunca lo supe) porque Jimmy se pudrió de tanta charla y dijo: "Bueno, basta", le agarró la cabeza –ese rodete todo deshecho que tenía– y se la puso entre las piernas. La verdad es que no sé si me acuerdo más de ella o de él, bueno, yo soy tan puta, pero de él no voy a hablar hoy, lo único que el negro ese día estaba tan gozoso que me hizo gritar como una puerca, me llenó de chupones, en fin. Después al otro día ella se quedó a desayunar y mientras Jimmy salió a comprar facturas, ella me dijo que era muy feliz, y si no quería acompañarla al Cielo, que estaba lleno de negros y rubios y muchachos así. Yo mucho no se lo creí, porque si fuera cierto, para qué iba a venir a buscarlos nada menos que a la calle Reconquista, no les parece... pero no le dije nada, para qué; le dije que no, que por el momento estaba bien, así, con Jimmy (hoy hubiera dicho "agotar la experienc ia", pero en esa época no se usaba), y que, cualquier cosa, me llamara por teléfono, porque con los marineros, viste, nunca se sabe. Con los generales tampoco, me acuerdo que dijo ella, y estaba un poco triste. Después tomamos la leche y se fue. De recuerdo me dejó un pañuelito, que guardé algunos años: estaba bordado en hilo de oro, pero después alguien, no supe nunca quién, se lo llevó (han pasado tantos, tantos). El pañuelito decía Evita y tenía dibujado un barco. ¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella, tenía las uñas largas muy pintadas de verde –que en ese tiempo era un color muy raro para uñas– y se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas y gozaba, así de esa manera era como más gozaba.
2.
Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años, rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de maquillaje, con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los otros también, pero era un poco bobo, andaba con Jaime que se estaba picando con Instilasa y yo le tenía la goma, se lo comenté en voz baja y él me dijo algo así como: "cortála loco sabés que sí". Con los ojos en blanco, parecía hacerlo de modo impersonal. Nos sentamos todos en el piso y ella empezó a sacar joints y joints, el flaco de la droga le metía la mano por las tetas y ella se retorcía como una víbora. Después quiso que la picaran en el cuello, los dos se revolcaban por el piso y los demás mirábamos. Jaime apenas me daba un beso largo, muy suave, para eso sí que era genial, porque dos pendejos repálidos se rayaron totalmente entre lo gay y la vieja y se fueron. Pero estaban los blues en la puerta y a los cinco minutos se aparecieron todos con el subcomisario inclusive, chau loco, acá perdimos, menos mal que no había ningún menor porque Jaime había cumplido los 18 la semana pasada, pero igual loco, le habíamos pedido el rouge a Evita y estábamos casi todos pintados como puertas tipo Alice Cooper. Los azules entraron muy decididos, el comi adelante y los agentes atrás, el flaco que andaba con un bolsón lleno de pot le dijo: "Un momento, sargento" pero el cana le dio un empujón brutal, entonces ella, que era la única mujer, se acomodó el bretel de la solera y se alzó: "Pero pedazo de animal, ¿cómo vas a llevar presa a Evita?" El ofiche pálido, los dos agentes sacaron las pistolas, pero el comi les hizo un gesto que se volvieran a la puerta y se quedaran en el molde. "No, que oigan, que oigan todos –dijo la yegua– , ahora me querés meter en cana cuando hace 22 años, sí, o 23, yo misma te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos eras un pobre conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si te querés hacer el que no te acordás, yo sé lo que son las pruebas". (Chau, fue un delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del hombro y le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la empezó a chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos que estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero después se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que sí, que la mina era Evita). Yo aproveché para chuparle la pija a Jaime delante de los canas que no sabían qué hacer, ni dónde meterse: de pronto el flaco del trafic entró en el circo y se puso a gritar: "Compañeros, compañeros, quieren llevar presa a Evita" por el pasillo. La gente de las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando: "Evita, Evita vino desde el cielo". La cosa es que los canas se las tomaron, largaron a los dos pendejos que encima se hacían muy los chetos, y ella se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a la gente que estaba en el patio primero y después en la puerta: "Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados". Chau loco, hasta los viejos lloraban, algunos se le querían acercar, pero ella les decía: "Ahora debo irme, debo volver al cielo" decía Evita. Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos íbamos, entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones para que les contáramos –las mismas que hasta hacía una hora nos habían hecho una guerra que no podía ser–. Jaime y yo les hicimos toda una historieta: ella decía que había que drogarse porque se era muy infeliz, y chau, loco, si te quedabas down era imbancable. Claro, la gente no nos entendía, pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo public relations para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos importaba. Estábamos relocos y las viejas déle coparse con el llanto, nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife.
3.
Si te digo dónde la vi la primera vez, te mentiría. No me debe haber causado ninguna impresión especial, la flaca era una flaca entre las tantas que iban al depto de Viamonte, todas amigas de un marica joven que las tenía ahí, medio en bolas, para que a los guachos se nos parara pronto. La cosa es que todos –y todas– sabían dónde podían encontrarnos, en el snack de Independencia y Entre Ríos. Allí el putito Alex nos mandaba, cada vez que podía, viejos y viejas, que nos adornaban con un par de palos, así después a él le hacíamos gratis el favor y no le andábamos afanando el grabador o las pilchas. De ésa me acuerdo por cómo se acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio, que yo ya me lo había garchado una vez en el Rosemarie. Con las pibas estábamos haciendo pinta junto al puesto de flores, así que me llamó aparte y me dijo: "Tengo una mina para vos, está en el coche." La cosa era conmigo, nomás. Subí.

"Me llamo Evita, ¿y vos?" "Chiche", le contesté. "Seguro que no sos un travesti, preciosura. A ver, ¿Evita qué?". "Eva Duarte", me dijo "y por favor, no seas insolente o te bajás". "¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?", le susurré en la oreja mientras me acariciaba el bulto. "Dejáme tocarte la conchita, a ver si es cierto". ¡Hubieras visto cómo se excitaba cuando le metí el dedo bajo la trusa!

Así que fuimos al hotel de ella; el putito quiso ver mientras me duchaba y ella se tiraba en la cama. También, con el pedazo que tengo, hacen cola para mirarlo nomás. Ella era una puta ladina, la chupaba como los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guardé el cuarto para el marica, que, la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer. Tenía una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera, si precisaba algo. Le contesté no, gracias. En la pieza había como un olor a muerta que no me gustó nada. Cuando se descuidó abrí un estuche y le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no dijo nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca chorreando leche: "Todos los machos del país te envidiarían, chiquito; te acabás de coger a Eva". Ni dos días habían pasado cuando llego a casa y me encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada por dos canas de civil. "Desgraciado –me gritó–. ¿Cómo pudiste robar el collar de Evita?"

La joya estaba sobre la mesa. No la había podido reducir porque, según el Sosa, era demasiado valiosa para comprarla él y no me quería estafar. Los de Coordina no me preguntaron nada: me dieron una paliza brutal y me advirtieron que si contaba algo de lo del collar me reventaban. De esa esquina y del depto de los trolos los vagos nos borramos. Por eso los nombres que doy acá son todos falsos.

jueves, enero 04, 2007

Nuestra argentinidad trágica. Nadie como Néstor Perlongher lo ha puesto en poema con tamaña preclaridad y síntesis. La trama del acontecer diario cuyo hálito nos llega desde lo más hondo de nuestra memoria colectiva.

CADÁVERES

a Flores

Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres

En la trilla de un tren que nunca se detiene
En la estela de un barco que naufraga
En una olilla, que se desvanece
En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres

En las redes de los pescadores
En el tropiezo de los cangrejales
En la del pelo que se toma
Con un prendedorcito descolgado
Hay Cadáveres

En lo preciso de esta ausencia
En lo que raya esa palabra
En su divina presencia
Comandante, en su raya
Hay Cadáveres

En las mangas acaloradas de la mujer del pasaporte que se arroja
por la ventana del barquillo con un bebito a cuestas
En el barquillero que se obliga a hacer garrapiñada
En el garrapiñiero que se empana
En la pana, en la paja, ahí
Hay Cadáveres

Precisamente ahí, y en esa richa
de la que deshilacha, y
en ese soslayo de la que no conviene que se diga, y
en el desdén de la que no se diga que no piensa, acaso
en la que no se dice que se sepa...
Hay Cadáveres

Empero, en la lingüita de ese zapato que se lía disimuladamente, al
espejuelo, en la
correíta de esa hebilla que se corre, sin querer, en el techo, patas
arriba de ese monedero que se deshincha, como un buhón, y, sin
embargo, en esa c... que, cómo se escribía? c. .. de qué?, mas, Con
Todo
Sobretodo
Hay Cadáveres

En el tepado de la que se despelmaza, febrilmente, en la
menea de la que se lagarta en esa yedra, inerme en el
despanzurrar de la que no se abriga, apenas, sino con un
saquito, y en potiche de saquitos, y figurines anteriores, modas
pasadas como mejas muertas de las que
Hay Cadáveres

Se ven, se los despanza divisantes flotando en el pantano:
en la colilla de los pantalones que se enchastran, símilmente;
en el ribete de la cola del tapado de seda de la novia, que no se casa
porque su novio ha
….........................!
Hay Cadáveres

En ese golpe bajo, en la bajez
de esa mofleta, en el disfraz
ambiguo de ese buitre, la zeta de
esas azaleas, encendidas, en esa obscuridad
Hay Cadáveres

Está lleno: en los frasquitos de leche de chancho con que las
campesinas
agasajan sus fiolos, en los
fiordos de las portuarias y marítimas que se dejan amanecer, como a
escondidas, con la bombacha llena; en la
humedad de esas bolsitas, bolas, que se apisonan al movimiento de
los de
Hay Cadáveres

Parece remanido: en la manea
de esos gauchos, en el pelaje de
esa tropa alzada, en los cañaverales (paja brava), en el botijo
de ese guacho, el olor a matorra de ese juiz
Hay Cadáveres

Ay, en el quejido de esa corista que vendía "estrellas federales"
Uy, en el pateo de esa arpista que cogía pequeños perros invertidos,
Uau, en el peer de esa carrera cuando rumbea la cascada, con
una botella de whisky "Russo" llena de vidrio en los breteles, en ésos,
tan delgados,
Hay Cadáveres

En la finura de la modistilla que atara cintas do un buraco hubiere
En la delicadeza de las manos que la manicura que electriza
las uñas salitrosas, en las mismas
cutículas que ella abre, como en una toilette; en el tocador, tan
...indeciso..., que
clava preciosamente los alfiles, en las caderas de la Reina y
en los cuadernillos de la princesa, que en el sonido de una realeza
que se derrumba, oui
Hay Cadáveres

Yes, en el estuche de alcanfor del precho de esa
¡bonita profesora!
Ecco, en los tizones con que esa ¡bonita profesora! traza el rescoldo
de ese incienso;
Da, en la garganta de esa ajorca, o en lo mollejo de ese moretón
atravesado por un aro, enagua, en
Ya
Hay Cadáveres

En eso que empuja
lo que se atraganta,
En eso que traga
lo que emputarra,
En eso que amputa
lo que empala,
En eso que ¡puta!
Hay Cadáveres

Ya no se puede sostener: el mango
de la pala que clava en la tierra su rosario de musgos,
el rosario
de la cruz que empala en el muro la tierra de una clava,
la corriente
que sujeta a los juncos el pichido – tin, tin... – del son-
ajero, en el gargajo que se esputa...
Hay Cadáveres

En la mucosidad que se mamosa, además, en la gárgara; en la también
glacial amígdala; en el florete que no se succiona con fruición
porque guarda una orla de caca; en el escupitajo
que se estampa como sobre en un pijo,
en la saliva por donde penetra un elefante, en esos chistes de
la hormiga,
Hay Cadáveres

En la conchita de las pendejas
En el pitín de un gladiador sureño, sueño
En el florín de un perdulario que se emparrala, en unas
brechas, en el sudario del cliente
que paga un precio desmesuradamente alto por el polvo,
en el polvo
Hay Cadáveres

En el desierto de los consultorios
En la polvareda de los divanes "inconcientes"
En lo incesante de ese trámite, de ese "proceso" en hospitales
donde el muerto circula, en los pasillos
donde las enfermeras hacen SHHH! con una aguja en los ovarios,
en los huecos
de los escaparates de cristal de orquesta donde los cirujanos
se travisten de ''hombre drapeado",
laz zarigueyaz de dezhechoz, donde tatúase, o tajéase (o paladea)
un paladar, en tornos
Hay Cadáveres


En las canastas de mamá que alternativamente se llenan o vacían de
esmeraldas, canutos, en las alforzas de ese
bies que ciñe – algo demás – esos corpiños, en el azul Iunado del cabe-
llo, gloriamar, en el chupazo de esa teta que se exprime, en el
reclinatorio, contra una mandolina, salamí, pleta de tersos caños...
Hay Cadáveres

En esas circunstancias, cuando la madre se
lava los platos, el hijo los pies, el padre el cinto, la
hermanita la mancha de pus, que, bajo el sobaco, que
va “creciente”, o
Hay Cadáveres

Ya no se puede enumerar: en la pequeña “riela” de ceniza
que deja mi caballo al fumar por los campos (campos, hum…),o por
los haras, eh, harás de cuenta de que no
Hay Cadáveres

Cuando el caballo pisa
los embonchados pólderes,
empenachado se hunde
en los forrajes;
cuando la golondrina, tera tera,
vola en circuitos, como un gallo, o cuando la bondiola
como una sierpe “leche de cobra” se
disipa,
los miradores llegan todos a la siguiente
conclusión:
Hay Cadáveres

Cuando los extranjeros, como crápulas, ("se les ha volado la
papisa, y la manotean a dos cuerpos"), cómplices,
arrodíllanse (de) bajo la estatua de una muerta,
y ella es devaluada!
Hay Cadáveres

Cuando el cansancio de una pistola, la flaccidez de un ano,
ya no pueden, el peso de un carajo, el pis de un
''palo borracho", la estirpe real de una azalea que ha florecido
roja, como un seibo, o un servio, cuando un paje
la troncha, calmamente, a dentelladas, cuando la va embutiendo
contra una parecita, y a horcajadas, chorrea, y
Hay Cadáveres

Cuando la entierra levemente, y entusiasmado por el su-
ceso de su pica, más
atornilla esa clava, cuando "mecha"
en el pistilo de esa carroña el peristilo de una carroza
chueca, cuando la va dándola vuelta
para que rase todos.. . los lunares, o
Sitios,
Hay Cadáveres

Verrufas, alforranas (de teflón), macarios muermos: cuando sin...
acribilla, acrisola, ángeles miriados' de peces espadas, mirtas
acneicas, o sólo adolescentes, doloridas del
dedo de un puntapié en las várices, torreja
de ubre, percal crispado, romo clít ...
Hay Cadáveres

En el país donde se yuga el molinero
En el estado donde el carnicero vende sus lomos, al contado,
y donde todas las Ocupaciones tienen nombre….
En las regiones donde una piruja voltèa su zorrito de banlon,
la huelen desde lejos, desde antaño
Hay Cadáveres

En la provincia donde no se dice la verdad
En los locales donde no se cuenta una mentira
–Esto no sale de acá–
En los meaderos de borrachos donde aparece una pústula roja en
la bragueta del que orina-esto no va a parar aquí -, contra los
azulejos, en el vano, de la 14 o de la 15, Corrientes y
Esmeraldas,
Hay Cadáveres

Y se convierte inmediatamente en La Cautiva,
los caciques le hacen un enema,
le abren el c... para sacarle el chico,
el marido se queda con la nena,
pero ella consigue conservar un escapulario con una foto borroneada
de un camarín donde...
Hay Cadáveres

Donde él la traicionó, donde la quiso convencer que ella
era una oveja hecha rabona, donde la perra
lo cagó, donde la puerca
dejó caer por la puntilla de boquilla almibarada unos pelillos
almizclados, lo sedujo,
Hay Cadáveres

Donde ella eyaculó, la bombachita toda blanda, como sobre
un bombachón de muñequera como en
un cáliz borboteante - los retazos
de argolla flotaban en la "Solución Humectante" (método agua por
agua),
ella se lo tenía que contar
Hay Cadáveres

El feto, criándose en un arroyuelo ratonil,
La abuela, afeitándose en un bols de lavandina,
La suegra, jalándose unas pepitas de sarmiento,
La tía, volviéndose loca por unos peines encurvados
Hay Cadáveres

La familia, hurgándolo en los repliegues de las sábanas
La amiga, cosiendo sin parar el desgarrón de una "calada"
El gil, chupándose una yuta por unos papelitos desleídos
Un chongo, cuando intentaba introducirla por el caño de escape de
una Kombi,
Hay Cadáveres

La despeinada, cuyo rodete se ha raído
por culpa de tanto "rayito de sol", tanto "clarito";
La martinera, cuyo corazón prefirió no saberlo;
La desposeída, que se enganchó los dientes al intentar huir de un taxi;
La que deseó, detrás de una mantilla untuosa, desdentarse
para no ver lo que veía:
Hay Cadáveres

La matrona casada, que le hizo el favor a la muchacho pasándole un
buen punto;
la tejedora que no cánsase, que se cansó buscando el punto bien
discreto que no mostrara nada
– y al mismo tiempo diera a entender lo que pasase –;
la dueña de la fábrica, que vio las venas de sus obreras urdirse
táctilmente en los telares-y daba esa textura acompasada...
lila...
La lianera, que procuró enroscarse en los hilambres, las púas
Hay Cadáveres

La que hace años que no ve una pija
La que se la imagina, como aterciopelada, en una cuna (o cuña)
Beba, que se escapó con su marido, ya impotente, a una quinta
donde los
vigilaban, con un naso, o con un martillito, en las rodillas, le
tomaron los pezones, con una tenacilla (Beba era tan bonita como una
profesora…)
Hay Cadáveres

Era ver contra toda evidencia
Era callar contra todo silencio
Era manifestarse contra todo acto
Contra toda lambida era chupar
Hay Cadáveres

Era: "No le digas que lo viste conmigo porque capaz que se dan
cuenta"
O: "No le vayas a contar que lo vimos porque a ver si se lo toma a
pecho"
Acaso: "No te conviene que lo sepa porque te amputan una teta"
Aún: "Hoy asaltaron a una vaca"
"Cuando lo veas hacé de cuenta que no te diste cuenta de nada
...y listo"
Hay Cadáveres

Como una muletilla se le enchufaba en el pezcuello
Como una frase hecha le atornillaba los corsets, las fajas
Como un titilar olvidadizo, eran como resplandores de mangrullo, como
una corbata se avizora, pinche de plata, así
Hay Cadáveres

En el campo
En el campo
En la casa
En la caza
Ahí
Hay Cadáveres

En el decaer de esta escritura
En el borroneo de esas inscripciones
En el difuminar de estas leyendas
En las conversaciones de lesbianas que se muestran la marca de la liga,
En ese puño elástico,
Hay Cadáveres

Decir "en" no es una maravilla?
Una pretensión de centramiento?
Un centramiento de lo céntrico, cuyo forward
muere al amanecer, y descompuesto de
El Túnel
Hay Cadáveres

Un área donde principales fosas?
Un loro donde aristas enjauladas?
Un pabellón de lolas pajareras?
Una pepa, trincada, en el cubismo
de superficie frívola...?

Hay Cadáveres

Yo no te lo quería comentar, Fernando, pero esa vez que me mandaste
a la oficina, a hacer los trámites, cuando yo
curzaba la calle, una viejita se cayó, por una biela, y los
carruajes que pasaban, con esos crepés tan anticuados (ya preciso,
te dije, de otro pantalón blanco), vos creés que se iban a
dedetener, Fernando? Imaginá…
Hay Cadáveres

Estamos hartas de esta reiteración, y llenas
de esta reiteración estamos.
Las damiselas italianas
pierden la tapita del Luis XV en La Boca!
Las ''modelos" –del partido polaco–
no encuentran los botones (el escote cerraba por atrás) en La Matanza!
Cholas baratas y envidiosas – cuya catinga no compite – en Quilmes!
Monas muy guapas en los corsos de Avellaneda!
Barracas!
Hay Cadáveres

Ay, no le digas nada a doña Marta, ella le cuenta al nieto que es
colimba!
Y si se entera Misia Amalia, que tiene un novio federal!
Y la que paya, si callase!
La que bordona, arpona!
Ni a la vitrolera, que es botona!
Ni al lustrabotas, cachafaz!
Ni a la que hace el género "volante"!
NI
Hay Cadáveres

Féretros alegóricos!
Sótanos metafóricos!
Pocillos metonímicos!
Ex-plícito !
Hay Cadáveres

Ejercicios
Campañas
Consorcios
Condominios
Contractus
Hay Cadáveres

Yermos o Luengos
Pozzis o Westerleys
Rouges o Sombras
Tablas o Pliegues
Hay Cadáveres

– Todo esto no viene así nomás
– Por qué no?
– No me digas que los vas a contar
– No te parece?
– Cuándo te recibiste?
– Militaba?
– Hay Cadáveres?

Saliste Sola
Con el Fresquito de la Noche
Cuando te Sorprendieron los Relámpagos
No Llevaste un Saquito
Y
Hay Cadáveres

Se entiende?
Estaba claro?
No era un poco demás para la época?
Las uñas azuladas?
Hay Cadáveres

Yo soy aquél que ayer nomás...
Ella es la que…
Veíase el arpa...
En alfombrada sala...
Villegas o
Hay Cadáveres

..............................................
..............................................
..............................................
..............................................

No hay nadie?, pregunta la mujer del Paraguay.
Respuesta: No hay cadáveres.

Néstor Perlongher
1987

martes, enero 02, 2007

**/*poemas en diálogo*/**


allí donde jamás he viajado
e. e. cummings


allí donde jamás he viajado, encanto más allá
de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio:
en tu más lábil gesto se encuentra aquello que me abraza,
o aquello que de tan cercano me es intocable

tu más lívida mirada me abrirá
a pesar de haberme cerrado como dedos,
siempre me abres pétalo por pétalo como la Primavera abre
(con suma pericia, con sumo misterio) su primera rosa

y si tu deseo fuera cerrarme, yo y
mi vida nos cerraremos bellamente, de repente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve descendiendo delicadamente por todos lados;

nada de aquello que pudiéramos percibir en este mundo equivale
al poder de tu intensa fragilidad: cuya textura
me sumerge con el color de sus países
dando sentido a la muerte y a la eternidad en cada suspiro

(desconozco qué es aquello en ti que se cierra
y se abre; sólo algo en mí entiende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas
1931

somewhere i have never travelled
e.e. cummings


somewhere i have never travelled, gladly beyond
any experience, your eyes have their silence:
in your most frail gesture are things which enclose me,
or which i cannot touch because they are too near

your slightest look easily will unclose me
though i have closed myself as fingers,
you open always petal by petal myself as Spring opens
(touching skilfully, mysteriously) her first rose

or if your wish be to close me, i and
my life will shut very beautifully, suddenly,
as when the heart of this flower imagines
the snow carefully everywhere descending;

nothing we are to perceive in this world equals
the power of your intense fragility: whose texture
compels me with the colour of its countries,
rendering death and forever with each breathing

(i do not know what it is about you that closes
and opens; only something in me understands
the voice of your eyes is deeper than all roses)
nobody, not even the rain, has such small hands
1931



Sí, mi Amiga
Juan L. Ortíz

Sí, mi amiga, estamos bien, pero tiemblo
a pesar de esas llamas dulces contra junio…

Estamos bien… sí…
Miro una danzarina en su martirio, es cierto,
con los locos brazos, ay, negando la ceniza
y el crepúsculo íntimo…

Estamos bien… Cummings que se va, muy pálido,
al país que nunca ha recorrido,
mientras Debussy enciende el suyo, submarino…

Estamos bien… Pero tiemblo, mi amiga, de la lluvia
que trae más agudamente aún la noche
para las preguntas que se han tendido como ramas
a lo largo de la pesadilla de la luz,
con la vara que sabes y la arpillera que sabes,
en las puertas mismas, quizás, de la poesía y de la música…

Estamos bien, sí mi amiga, pero tiemblo de un crimen…

Cuándo, cuándo, mi amiga, junto a las mismas bailarinas del fuego,
cuándo, cuándo, el amor no tendrá frío?
1958