viernes, julio 27, 2007






Se cumplen este 2007 diez años de la desaparición fisica de Carlos Campelo, psicólogo, sanitarista, maestro y visionario del trabajo barrial comunitario. Aquí algunos de sus textos.




El Fuego Continúa*

Porque eso no es todo, esto lo escribo para los que van tras de un ideal. Porque siempre existen imaginarios campeones de una tierra prometida. Delincuentes y marginales que tripulan las tres permanentes carabelas que van hasta el más allá del horizonte posible.
Quienes, aún pese a su posible decepción, alzan la propia credulidad, que otros calificaron de estéril, y se prestan al juego de una conducción en el desierto, sin nada más que una promesa a sus esperanzas. Sombras detrás del Santo Grial en este trámite de perseguir ilusiones.
Mientras esté viva la ilusión alguien tomará la posta que sostiene una empresa por su pura imaginación, la del que sabe que el mundo es otra cosa que esos pedazos de pan, de carne, de moneda. Algo más que esa historia llena de sonidos y de furia, contada por un idiota.
Para todos esos hombres y mujeres que sin otro motivo van detrás de esa estrella, esta historia que es pura verdad pero que es un cuento:


Las fogatas de San Pedro y San Pablo. 29 de Junio de 1979. Años de plomo. En casa de Vida, como casi todos los 29, nos reunimos por ese asunto de los ñoquis, un motivo como cualquier otro para reunirse. Esta vez llegué mucho más tarde y armé, como una justificación de circunstancias, una situación insustancial: las fogatas de San Pedro y San Pablo eran el inventado motivo de mi demora. La escena no exigía credibilidad al pretexto. En realidad ni pretexto exigía. De ese modo y con esa fábula conseguí acaparar durante unos minutos la atención de la gente, uno de esos juegos de mi agrado en que suele irse cualquier reunión de amigos y allegados. La conversación giró entonces en torno a la supervivencia de aquella vieja costumbre en los barrios de nuestra ciudad, nuestra niñez en ella, ahora tan de muerte.
Pulseada de palabras: fogatas sí, fogatas no. Inventé un dato contundente: Hay una, de ella vengo, en Strangford y Miralla.
Era de pura broma y era muy poco probable que alguien de esa reunión conociera esa esquina, algo corrida de nuestro mapa, en Villa Lugano, entrando justo en la zona del desconocimiento y la mera imaginación urbana. Strangford era una calle probable y Miralla era rotundamente real. El cruce de ambas un lugar posible y ambiguo. Nadie diría más nada pensé.
Que si era cierto, que si era pura palabra. Fantasía. Mentira, dijeron algunos desubicados, descaradamente, sin tacto. Y los ñoquis yendo hacia el fin y alguien, quizás yo, que desafía: Vayamos a ver si quieren... como argumento final y rotundo que demostraba, por vía de la prepotencia, la existencia de fogatas de San Pedro y San Pablo.
La defensa de ese argumento, como corresponde, estaba a mi cargo. Una voz toma el desafío y propone el paseo- o la expedición, o la cruzada – y hacia allá vamos. Yo sonriendo y ganador, es tan lejos Strangford y Miralla que desistiremos enseguida de la bravata, pensé allí mismo ante las puertas de los cuatro autos.
Quince somos o diez y seis quizás. Y subimos a los autos y entonces pienso que el paseo es posible y en tal creencia reitero la existencia de una fogata consumiéndose en aquellos inaccesibles arrabales.
El juego es simpático, divertido, lleno de bromas, incredulidades, ocurrencias y esperanzas. Aunque yo mismo no lo crea estamos subiendo a la Autopista Ricchieri y en camino hacia aquel oscuro sur. Ya una villa y otra villa amontonan aún más el camino y aumenta el frío, lleno como está de humedad y terror. Y nosotros protegiéndonos precariamente de todo ese morir con esta frágil nube de jarana, con esta amarilla sensación de fiesta en medio de los plomos, tan mezquinos como cuando la felicidad es nuestra pasajera dueña.
Ya estamos en Lugano y la broma no desiste y bajan los autos de la autopista y merodeamos el barrio hasta la fantástica esquina y allí la realidad y el fin del juego.
Esta es la esquina, dije. Strangford y Miralla, el aborrecido barro, la inconcebible soledad, la muerte disfrazada de familias que duermen. Somos fantasmas de un film de Wajda, mañana lo sabré. No hay fogata. Aquí acaba la aventura. Ganaron los que negaban la existencia de las fogatas. Ellos ganaron.
Pero hasta aquí gané yo, me digo satisfecho. El grupo allí reunido, sombras detrás del Santo Grial, imaginarios campeones de una tierra otra vez prometida, delincuentes y marginales que tripulan las tres permanentes carabelas que van hasta el más allá del horizonte posible, hombres de buena voluntad que quieren habitar alguna tierra que los quiera, si la hubiera, era aún en su posible decepción, una muestra de hasta dónde me era posible un ejercicio de conducción en el desierto, sin nada más que una promesa enunciada por mi voz.
Algunos, los pobres, llegaron a mortificarse en este trámite de perseguir ilusiones. Y a despreciarse la propia credulidad que calificaron de estéril. Los entiendo. Algunas quejas por mi función de mentiroso guía y mi derrota ofrecida como carne a los chacales. No iba a darles tan fácilmente esta capacidad mía de moverlos a todos ellos, desde los amodorrados ñoquis hasta las fogatas sin fuego de ese inconcebible barrio de penas,
de latas, de fracasos. En esa inesperada hora de la madrugada, nosotros mismos, llamas.
Preferí entregar mi fingida derrota. Para mí, en cambio, me guardé la contrafigura del héroe, la del que sostiene una empresa por su pura imaginación, la del que sabe que el mundo es otra cosa que esos pedazos de pan, de carne, de moneda, algo más que esa historia llena de sonidos y de furia contada por un idiota.
La fogata inventada caída a pedazos y como el hielo, la credulidad gratuita de la gente, se deshacía. En el fin, al fin de esta historia, oigo la voz de Vida que dice, y no es fingido porque ella sí la ve. Hay fogatas. Entonces sí, la epopeya.
Hombres y mujeres sin otro motivo van detrás de ella. Y yo los sigo.
No daba órdenes, más bien parecía recibirlas. Subió a su auto y nosotros con ella. Todo era ahora más firme, más laboral, menos palabras y retruécanos. Ella creía y los llevaba a ellos a la victoria, que es una quimera. Es un modo de decir, yo ya empezaba a estar afuera de algo.
Así anduvimos, desde la altura exploradora e imperial de la autopista, puro tristeza, cemento y fierro, durante un tiempo a derecha e izquierda más miradas, todos vigías ahora, menos yo que no creía, que había consumido mi capacidad en la empresa de ir y de llevarlos y esto era ya el regreso, modos de ese volver a casa antes de que den las diez.
Son muchos los que necesitan volver y muchos los que vuelven fingiéndose que van, pensé. Mi ser es de sólo ir, me dije buscando una tranquilidad que no llegó.
- Allí, dijo u ordenó. Era más una voluntad de creer que algo de pura evidencia. Vida señaló hacia la izquierda, un humo y algunas cenizas. Era otra tristeza el lugar, ahora pavimentado y de compactas casitas bajas. Flores, podía ser el barrio. Los autos rodaron hacia esa posibilidad, hacia ese deseo. Bajamos. Triunfal, íntima, alta, más rubia que ninguna otra vez, Vida miraba la fogata, la suya. Se llevó la mano al cuello y cerró un poco su abrigo, como Zully Moreno, como tanta Ava Gardner. Miraba con intensidad los pobretones restos de una misérrima fogata sobre el asfalto insensible. La fogata, dijo.
No dijo más. La voz decía que ahora ella empezaba a descansar. Había dado a luz, o a llama.
Era tiempo ahora de volver sobre sí misma. Todos creyeron menos yo, que había creído o que creía otra cosa. Yo sólo veía los restos de una quema de basura, en una indeterminada esquina de Flores al sur.
Es una fogata de San Pedro y San Pablo, dijo Vida para aventar las ideas que ella sabía que me ocupaban. Señaló hacia los cables de luz y de una zapatilla que colgaba dijo: Esa es una prueba. Cuando hacíamos las fogatas de San Pedro y San Pablo, colgábamos zapatillas de los cables. Negué con mi pensamiento sus palabras, pero no dije que no. Ella era la madre.
En toda ilusión, como con cada hijo, aprendía que es necesario un hombre que lo proponga y una mujer que lo realice. Lo de los sexos es un modo de decir.
Y ahora cuento esta historia que es pura verdad, pero es un cuento. Y recuerdo aquella fogata que propuse una noche agrisada de junio del 79, mientas otros morían o eran muertos en pozos de maldades, que era un cuento pero es pura verdad. Y entonces me digo: Poco de esta historia no fue cierto. Casi nada. El fuego continúa...


*Fundación. Un amigo le había dicho a Carlos Campelo que el nacimiento de una nación comenzaba con un hombre gritando en medio del desierto.
Carlos imaginaba a ese hombre gritando: ¡Es acá! ¡Es acá!
Y una noche soñó que él iba corriendo, llegaba al Hall Central del Hospital Pirovano y ponía una bandera diciendo es acá. Actas del fundador a propósito de su aventura.